Cuestión de amor propio
El Tribunal Constitucional destroza la Ley de Derechos Históricos de Aragón y la prensa nacional se hace eco de la noticia como si informara sobre la tormenta Elsa a su paso por Palencia. Que Aragón sea o no una nacionalidad histórica, entre otras consideraciones de relevancia para nuestra tierra, no parece importarles demasiado a unos medios de comunicación que se desviven por cualquier pequeño matiz en la rutina catalana, madrileña o andaluza. No obstante, de nada sirve quejarse de ese trato foráneo; aquí, en Zaragoza, Huesca y Teruel, mucha gente se resiste a creer que Aragón tuviera vida propia, un extraordinario pasado en lo político, económico y social al margen de España e incluso un idioma, el aragonés, que unos cuantos tratan de enterrar vivo. No es extraño, porque, al fin y al cabo, de pequeños nos enseñaron la Historia según Castilla y nos hurtaron la aragonesa.
Aragón es una cuestión de amor propio. Así deberían entenderlo los 67 diputados en las Cortes autonómicas; sobre todo, esas señorías de la derecha que aprecian fantasmas separatistas (o vete a saber qué extrañas confabulaciones) en cualquier gesto de orgullo por lo nuestro. Si PP y Ciudadanos no tienen otro criterio que aceptar con sumisión la barbaridad ideológica de Vox, entonces tenemos un serio problema.
Pero, al margen de cuestiones políticas, que estamos amodorrados se pudo comprobar hace unos pocos días: los bares llenos de aficionados para celebrar el clásico del fútbol español, el del puente aéreo, Barcelona-Madrid, y casi vacíos para presenciar el derbi de El Alcoraz, entre Huesca y Zaragoza. Ese es el síntoma perfecto para explicar qué es lo que nos pasa en Aragón.
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