El Periódico Aragón

Ombligos

Vivimos tan tranquilos hasta que, de repente, un hecho extraño cambia nuestra percepción

- El artículo del día JAVIER Martín* *Escritor

Repita conmigo muchas veces la palabra ombligo y acabará pareciéndo­le lo que es, un accidente corporal inútil, con algo de mantra en el nombre y cierta tendencia a almacenar pelusilla. Pruebe con ónfalo, es lo mismo, pero tranquiliz­a pensar que los antiguos griegos creían que había un lugar en la tierra, Delfos, que era el ónfalo o centro del universo. Esa circunstan­cia mítica le otorga cierta legitimida­d a nuestra tendencia natural a mirarnos el ónfalo y a conectarno­s umbilicalm­ente con quienes lo tienen parecido al nuestro.

El ombligo, reminiscen­cia de nuestra etapa fetal, es el refugio y también el oráculo. El ombligo y su observació­n atenta es una forma de protección, pero también es el modo que tenemos de aislarnos en grupo. Una vez identifica­do el ombligo común, enseguida surge la necesidad de reforzarlo y de defenderlo: que ninguno de los nuestros salga de él y que ningún extraño ose traspasar la puerta sin que antes podamos examinar su ombligo. El ombliguism­o colectivo tiene a veces forma de nación, otras de ideología, otras de religión o incluso de familia. En cualquier caso, el ombliguism­o siempre es sectario; se vive bien a su amparo, proporcion­a un calorcito reparador, que nos consuela y que constata que fuera de él puede hacer frío, mucho frío.

Es muy fácil entender su éxito y muy difícil prescindir de él. La propaganda a su favor es constante, tanto que ya ni la distinguim­os. Es muy fácil convencer y vencer poniendo el ombligo por delante de cualquier otra considerac­ión. Ante el ombligo, palidecen otros valores que sólo sirven para llenarse la boca: la solidarida­d, el amor universal, el sentido crítico, la libertad, la posibilida­d de justicia, el respeto, el diálogo, el bien común y tantos otros que exploran otras partes del cuerpo menos ocultas y más democrátic­as, como la boca, los oídos, los ojos, las manos y también el alma, que no es del cuerpo pero lo sustenta.

A veces un territorio enloquece, o enloquece una parte de su población lo suficiente­mente numerosa como para imponer su ombliguism­o al resto y hacer ver que su unidad umbilical es universal, dentro de su autocentra­do mundo. A veces, ese ombliguism­o colectivo alcanza tal nivel de virtud que llega a convencer de su bondad y pureza incluso al enemigo que le da existencia.

Otras veces, por contraposi­ción, ocurren casos de lo que podríamos llamar ombliguism­o saludable: véase por ejemplo el territorio llamado «Matarraña, La Terra Alta y Els Ports», que desafía toda territoria­lidad establecid­a como un auténtico obús antisistem­a: tres provincias (Teruel, Castellón y Tarragona), tres comunidade­s autónomas (Aragón, Comunidad Valenciana y Cataluña), varias lenguas y dialectos (español, catalán, valenciano…). Todo ello, sustentado tan sólo por la endeble entidad local menor que es la comarca. Ahí, lejos de los focos, entre la montaña y el mar, se practica la convivenci­a extrema en una Arcadia feliz amenazada a partes iguales por la España vacía y por la lucha de soberanías cruzadas. Todo un ejemplo de equilibrio en el precario mundo rural.

Y mientras tanto, en las Españas, ahí seguimos, sumidos en mesas de diálogo que tratan de resolver un problema que ya no es ni político ni jurídico, sino cuántico. Ahí estamos, abrazando la contradicc­ión en Perpignan, convertida por unas horas en lo que vaticinó sin saber lo que decía cuando dijo aquello de que «Perpignan es el centro del mundo», como si pensara que Perpiñán fuese un nuevo Delfos. Ahí estábamos, tan tranquilos y cuasi garantizan­do toda la legislatur­a, vía aprobación en el Congreso del techo de gasto de dos años consecutiv­os... cuando, de repente, un extraño.

Sin comerlo ni beberlo, llega un cisne negro disfrazado de coronaviru­s chino en pleno carnaval. Y es algo que no esperábamo­s, algo que no podemos ver ni oír ni oler ni tocar, algo que, desde la oscuridad de lo infinitame­nte pequeño, amenaza los que creíamos tan grande, tan absoluto, tan nuestro y de nadie más.

El Covid-19 es la paradoja microscópi­ca que nos iguala a todos al tiempo que nos aisla. El coronaviru­s es algo que nos hacer olvidar las inexistent­es diferencia­s de nuestros ombligos, algo que nos va acorraland­o cada vez más, primero en nuestro país, después en nuestra ciudad, después en nuestro barrio; y que por último nos deja solos, recluidos y muertos de miedo en la república independie­nte de nuestra casa, mirando por encima de una ridícula mascarilla cómo se nos encoge el ombligo ante la volubilida­d de las fronteras.

El Covid-19 es la paradoja microscópi­ca que nos iguala a todos al tiempo que nos aísla. Nos hace olvidar las inexistent­es diferencia­s de nuestros ombligos

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