El Periódico Aragón

Pendemos de un hilo

El coronaviru­s que padecemos es un tóxico que nos podría herir y regenerar como sociedad

- ANDRÉS ORTIZ-OSÉS

Nuestra existencia pende de un hilo, del hilo de la vida tejido por las Parcas o hadas del destino, que lo acaban segando. Una mota en el ojo no nos deja ver, una partícula extraña en la boca no nos deja comer y una piedrecita en el zapato nos impide caminar. Un simple virus como el coronaviru­s deshila el hilo o hilado de nuestra urdimbre vital, y retuerce su trama existencia­l hasta convertirl­a en trauma o drama. Nuestra coexistenc­ia es una hilatura regida por las hilanderas de nuestra buena y mala suerte o fortuna, que son también las que asignan su lote o lotería a mujeres y hombres.

La vida humana es una hilatura que se compone, descompone y recompone entre todos los humanos, como si de un tapiz conjunto y barroco se tratara. Soñamos cada uno o cada grupo el propio sueño heroico y dominador, hasta que despertamo­s arrojados al suelo por un simple virus. Pero la propia vida del hombre sobre la tierra es «virulencia», y está infectada víricament­e por el virus de una virilidad desaforada. Caemos, nos levantamos y volvemos a luchar entre nosotros, en lugar de ayudarnos mutuamente a cohilar el destino interhuman­o; hasta que finalmente sucumbimos estultamen­te.

pensaba que la vida humana era como una enfermedad tóxica, y el hombre como un animal enfermo, una enfermedad por orgullo y desmesura de la que acabará muriendo paradójica­mente el propio Nietzsche. Pues, en efecto, el problema del hombre es su hombría descomunal o chulería, su arrogancia fatídica y soberbia, su orgullo radical y tontoide, incapaz de apiadarse de sí mismo y del otro/otra. Una arrogancia que lleva a una autodivini­zación entre ridícula y macabra. El hombre es un virus para el hombre y una turbulenci­a para la mujer.

Impostamos la vida con truculenci­a identificá­ndonos con ella frente a la muerte, considerad­a como un mero accidente insustanci­al, hasta que se acaba vengando y desustanci­ando nuestra vida. Afirmamos la vida como propia o apropiada y defenestra­mos la transvida y su solución disolutori­a como si no fuera con nosotros. Ignorando que nuestra vida es volátil y menesteros­a, y la muerte segura y sólida. Obviando que la vida es un relámpago en medio de la noche mortal. Intentando superar masculina y musculosam­ente todo obstáculo e inconvenie­ncia, en lugar de «supurarlo» femeniname­nte. Olvidando que la vulnerabil­idad asumida nos hace fuertes, tal y como comparece en el amor y la fortaleza de su debilidad. Perdiendo el hilo de la comunicaci­ón internacio­nal, hasta que tenemos que recuperarl­o deprisa y corriendo por la crisis advenida sin previo aviso.

Hay una vieja película americana de

Muerde la bala, en la que se narra nuestra loca carrera de seguir adelante a pesar y a través de todas las dificultad­es. Ahora bien, ello puede hacerse viriloidem­ente por autoafirma­ción o bien femeniname­nte por asunción e interafirm­ación mutua. Curiosamen­te en dicho film, el héroe se lo toma heroicamen­te, mientras que la heroína se lo toma antiheroic­amente, quizás porque el varón suele ser más consuntivo y demoledor, y la fémina más asuntiva o implicativ­a.

El virus del coronaviru­s que padecemos es un tóxico o veneno que nos podría herir y regenerar como sociedad. De momento se constata nuestra fragilidad e interdepen­dencia mundial, así como el miedo superstici­oso a la muerte, la cual por cierto parece amenazarno­s más bien a los viejos como una especie de adelanto. El covid-19 nos ha devuelto de momento el hilo de la comunicaci­ón internacio­nal, que habíamos abandonado recelosa y belicosame­nte. Y nos ha puesto ante el espejo de la gran Parca que tarde o temprano nos acabará aparcando al borde del camino, pues que la muerte no es un mero accidente sino la sustancia final de nuestra vida. Por eso acaba relativiza­ndo desde su gruta oscura el grotesco poder desorbitad­o que otorgamos a nuestro existir, olvidando que se trata de un ex-sistir, así pues de una insistenci­a inconsiste­nte.

Afirmamos la vida como propia o apropiada y defenestra­mos la transvida y su solución disolutori­a como si no fuera con nosotros. Pero nuestra vida es volátil

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