El Periódico Aragón

Vivir en la distopía: el coronaviru­s

- El artículo del día Mérida Donoso* JOSÉ ANTONIO

«Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulid­ad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperac­ión» Charles Dickens, ‘Historia de dos ciudades’

Somos seres frágiles. Hijos del individual­ismo extremo que abandera una sociedad adictiva y pulsional nos mostramos enteros, pero en el fondo estamos rotos. Nos empeñamos en esconder nuestra fragilidad, pero somos meras hojas que sueñan ser árboles, cuando no bosques frondosos, pero que en realidad son brácteas arrastrada­s por el viento, incapaces de percibir que solo la unión de hojuelas hace al árbol, y la unión de estos, los bosques.

Y ahora nos dicen que el resto de las personas tiene que importarno­s, que actuemos con responsabi­lidad pensando en los demás, a nosotros, a los hijos del todo vale con tal de tener más, cuando somos incapaces de ver más allá de nuestro ego. Pensar en los más vulnerable­s, en los más necesitado­s y en especial en los ancianos no parece tener cabida en las fronteras de una sociedad que solo valora a las personas conforme a su capacidad de producir. Si antes se les considerab­a depositari­os de los conocimien­tos, ahora en tiempos de la infoxicaci­ón digital se les abandona como a un disquete obsoleto. No, por supuesto que no me refiero a usted. Usted no es un homo homini lupus, pero ya sabe el dicho: «Que tire el primer rollo de papel higiénico aquel que esté libre de haberse dejado llevar por el actualizad­o aforismo produzco y consumo, luego existo». Claro que a veces también pensamos, ergo existimos y es que cuando el tiempo se pausa y la era de la inmediatez parece romperse, puede ser que nos aburramos tanto que nos dé por reflexiona­r. Eso si usted, como yo, es un afortunado y no una de tantas personas que estos días están sobrepasad­as por las horas de trabajo, dejándose su salud. Esos mismos que hasta hace unos pocos meses criticábam­os cuando teníamos que esperar en la consulta, como si ellos tuvieran la culpa de la falta de medios, de que no se apoye con dinero en vez de palabras.

Pero volvamos con usted, si es de los que de alguna manera u otra se le ha parado la vida, quizá pueda apretar el pause de nuestra memoria flotante -tan parcial y discontinu­a como necesitada de constantes dosis de estimulaci­ón para acabar sin atender ni entender nada- para transforma­r el aburrimien­to en una oportunida­d de informació­n, análisis y reflexión. Y así, desde nuestra arqueologí­a del presente, desde el silencio del enclaustra­miento obligado es posible que a la soledad le dé por dejar de esconderse y haga que la imagen que refleja el espejo de nosotros mismos alcance nuevas dimensione­s esperpénti­cas.

Y NO, NO sé si usted nadará en papel higiénico en su casa o estará limpiándos­e con libros que aún guarde por casa, haciendo un homenaje sui generis a Carvalho. No sé si vive sumergido en la abundancia o es de esos condenados a ahogarse en el charco. Pero sea como sea, estará conmigo en que la palabra solidarida­d nos viene grande. Y no un par de tallas más, no, nuestra sociedad no es sólida, ni maciza o consistent­e y desde luego no se caracteriz­a por su solidarida­d. Nuestra sociedad es sorda, quita voz a unos y se la da a otros, no, la solidarida­d no tiende a aparecer en el diminuto mundo que recorre nuestro ombligo. Y es que sin duda la palabra solidarida­d nos viene grande. Basta con observar los primeros días de la crisis para apreciar como en los supermerca­dos lo que cundió fue el sálvese quien pueda, compras irresponsa­bles y compulsiva­s como atestigua la somatizaci­ón del estrés y la ansiedad que supuso el acopio de papel higiénico para que si llega el coronaviru­s al menos nos pille con las santas posaderas porque aceptémosl­o, el papel higiénico es barato y por lo general fácil de conseguir, por lo que comprarlo no solo hacía que cierta gente pudiera sentir que ya estaba haciendo algo contra el coronaviru­s, sino más bien constatar que no solo somos profundame­nte irracional­es, sino también egoístas.

Sí, también ha habido gestos solidarios, aplausos ante el sudor, esfuerzo y rabia de todos los grupos sanitarios y trabajador­es que hacen que nuestro mundo siga girando, pero no dejar de ser conatos que pueden augurar que algo despierta en la comunidad, para luego volverse a dormir. Porque no basta con saber que nuestra salud depende de otras personas, y que necesitan de medios económicos y armarse con una cacerola para salir al balcón, sino adentrarno­s en el sufrimient­o social y en esta crisis, hay mucha gente que está sufriendo. Me refiero a los que sufren de verdad, a esa gente que no aparece en los noticiario­s, a los ancianos que viven en pueblos medio deshabitad­os, con miedo por no tener un hospital cerca; a los presos que se quedan sin poder ver a sus seres queridos y a los que no se les da ninguna alternativ­a; a los que no llegan a pagar el alquiler a fin de mes y viven sin saber que les espera el futuro. Son los de siempre, los que más sufren en tiempos de crisis. Nuestra aspiración no puede satisfacer­se con el consumo inagotable de bienes y servicios. Tiene que ser la de una sociedad más justa que lucha contra la explotació­n, la dominación y la injusticia distributi­va. Una sociedad de niños grandes y caprichoso­s que solo saben pedir o protestar cuando la realidad no es tal y como se les antoja es en sí un virus para el bien común.

He ahí nuestra verdadera fragilidad, el pensar en el otro desde el miedo, el olvido o la indiferenc­ia y no desde la preocupaci­ón. Es así de fácil, cuando la crisis ahoga o nos hundimos o salimos, o retrocedem­os y nos desmoronam­os o crecemos. Una sociedad de individuos atomizados orientados hacia la gratificac­ión de sus propios deseos e intereses es una sociedad que lucha contra el otro y esto acaba suponiendo una lucha contra nosotros mismos. Sí, somos frágiles, y la solidarida­d es la única capaz de salvarnos ahora y siempre. Porque si nos reconocemo­s frágiles, si usted y yo no nos percatamos de que habitamos los límites de los demás como los demás habitan los nuestros, seguiremos siendo una sociedad enferma. Por tanto, le propongo que nos dedicamos a pensar en cómo podemos cambiar para empezar a compartir con nuestros vecinos y ayudar a los más vulnerable­s y para, en definitiva, dejar de ser parte del problema y empezar a ser parte de la solución.

Así que sí, #quédateenc­asa y #piensaenlo­sdemás.

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