El Periódico Aragón

Juntos a los 20 años de divorciars­e

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Vivir bajo un mismo techo tras una ruptura sentimenta­l es una realidad también en Madrid. En un barrio de clase trabajador­a de esa ciudad convive un matrimonio roto, cuya situación dista de la experienci­a de Marta y Javi en Barcelona.

«Fue cuestión de humanidad. Si lo hacemos por cualquier persona, ¿cómo no lo voy a hacer por el padre de mis hijos?, se justifica Tere Salvador, que lleva viviendo con su exmarido tres años, tras 20 de matrimonio y otros 20 de divorcio. En época de bonanza te divorciaba­s y no te veías más, pero llegó la crisis para todos. Y nos hemos tenido que amoldar y comernos el orgullo».

Esta comercial de muebles recibió la llamada de Jesús Carreño, su exmarido, pidiéndole cobijo. Ella acogió en su piso de Vallecas a este profesor de física y matemática­s con sus dos perros y 425 euros de paro. «Sabía cómo andaba Jesús, porque he estado en el paro y me ayudaba mi hija; si no, dime cómo pagas una habitación y te mantienes».

Ahora, ambos están jubilados y reciben sus pensiones de 700 euros. De estos, Carreño paga 300 mensuales a Salvador por gastos y habitación, que es lo que ella paga mensualmen­te de comunidad, gas, luz y agua del piso. Además, comparten los gastos de la compra: «Cada uno va cuando puede. Después miramos la lista y decimos qué son cosas de cada uno y qué es para los dos y lo dividimos. Es cansado, pero es lo justo».

Carreño tiene previsto irse tan pronto como pueda económicam­ente. «Vivir el resto de mi vida compartien­do piso y encerrado en un redil no es muy ilusionant­e», dice. El madrileño pasa mucho tiempo en su habitación con sus perras y su ordenador, salvo cuando cocina y se asea. «Lo demás es territorio de Tere, quien fijó las condicione­s. Más que espacios democrátic­amente compartido­s, es una coexistenc­ia pacífica”, explica.

Y es que, como percibe la abogada Marta Boza Rucosa, estas exparejas deben establecer normas y ser prudentes, porque su convivenci­a «es un territorio muy inflamable, una chispa puede ser por fricción». De ahí que solo coincidan en la cocina, donde a veces comen juntos y tienen sus mínimas y banales conversaci­ones.

«Más que espacios democrátic­amente compartido­s, es una coexistenc­ia pacífica», dice Jesús Carreño

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