La pandemia
El ser humano es un huérfano que no sabe dónde vive ni quienes son sus padres. Influidos por el apocalipsis, y así lo pintan los artistas del Renacimiento, el ángel exterminador que enviaba Dios, nos despertaría entre estruendos de trompetas anunciando el juicio final, blandiendo su espada flamígera, para quemar la inmundicia corrupta de la humanidad. Pero ¡oh sorpresa! ¡hete aquí!, que este ángel es microscópico e invisible, no lo podemos ver y su solo nombre incita pavor: ¡coronavirus!
Este año la Semana Santa no va a ser virtual sino real, la corona de espinas es ahora corona de virus, ya ha comenzado con el retiro, disciplina y cilicio. Las arengas y soflamas terapeúticas no proceden de los púlpitos sagrados, sino de cadenas televisivas, poltronas políticas acompañadas de sirenas de ambulancias, caballos en la calle y música militar. Pero no hay mal que por bien no venga. Esta pandemia viene cuando estábamos en un atolladero político y social de imposible solución, y que reclama utilizar la ética social e individual, que puede incluir sacrificios personales como única forma de enfrentamiento al problema del coronavirus. Este problema pone en evidencia la igualdad de todos los seres humanos y derriba esas barreras que nos enfrentan. Es una oportunidad que no podemos perder. La pandemia nos ha unido a los colectivos de todo el mundo, cuya suerte es la de todos nosotros. El problema no puede resolverse con dinero, sino con solidaridad y regeneración moral.