Gente de orden
Bernad*
Igual que el jardín es la versión civilizada y decorativa de la selva, con sus humildes macetas de terraza o sus diseños versallescos de mansión, y el hombre juega a disfrutar de la naturaleza con sus placeres y sin sus riesgos bajo la bendición del control y el consuelo del arte, en estos días de confinamiento, frente al desorden del mundo, nuestra perplejidad y su entropía inabarcable uno intenta ordenar su casa quizá como último conjuro frente al mal.
En el pequeño velero a la deriva del mar del confinamiento que es cada domicilio muy pocos habrán quedado libres del síndrome (o espejismo) que yo llamo «venga, que voy a ordenarlo todo de una vez». En los trasteros españoles han aparecido bicicletas estáticas, radios antiguas, monedas de otro mundo, cromos de abrigos vintage, cucharas de plata y viejas cajas de música que ahora son vendidas por wallapop para hacer sitio o sacar un dinero que haga esta crisis más llevadera. El aburrimiento se convierte en ocio creativo y yo me descubro pensando que este nuevo comercio más o menos justo mezcla paradójicamente el liberalismo más indómito pero también la «economía moral de la multitud» que acuñó
–pues al final no deja de sustentarse en una cierta ética de la subsistencia y tiene consecuencias en la búsqueda del bienestar colectivo– y no puede ser ejemplo más paradigmático de la interacción de la costumbre, la circunstancia y la actividad económica. Hemos dejado que todo se desordene y acumule para que un día el coronavirus y el encierro nos hagan sentir el caos del trastero como un mal espiritual y de ahí saquemos un bien material, sin estridencias ni usuras, con la moral intachable y el aura blanca de la extraña y circunstancial gente de orden en que nos hemos convertido.
El ser humano es maravilloso. No me digan.
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