El Periódico Aragón

En defensa propia

El único remedio que me queda es implorar a los hados para que no me infecte ese extraño virus

- El artículo del día SANTIAGO Molina García*

De entrada, confieso que no tengo ni puñetera idea de procesos legales. Ahora bien, a pesar de ese desconocim­iento, tengo entendido que no es delito matar a una persona en defensa propia. Si ello es así, no creo que pueda ser considerad­o delito la acción que voy a proponer para evitar el posible asesinato de centenares de personas mayores de setenta y cinco años en España.

En diversos medios de comunicaci­ón he leído que el gobierno regional de Cataluña ordenó (algunos medios decían que aconsejó) que no sean ingresadas en los hospitales las personas mayores de ochenta años infectadas por el coronaviru­s y que a las comprendid­as entre setenta y cinco y ochenta años se les permitiera ingresar en los hospitales, pero jamás en las unidades de cuidados intensivos. O dicho de otro modo: que se deje morir a los octogenari­os y a los septuagena­rios, con el abnegado propósito de evitar que personas que ya solo son una pesada carga para la Hacienda Pública colapsen las ucis, consiguien­do de ese modo minimizar lo máximo posible la muerte de las personas que están en edad legal de trabajar. COMO HE DICHO al principio, no soy experto en leyes y, por eso, pienso que a lo mejor esa inquietant­e decisión del gobierno regional catalán puede ser legal en este estado de excepción encubierto que ha decretado el gobierno con el beneplácit­o de todos los grupos parlamenta­rios. Si es legal esa norma, o consejo, tendremos que admitir que en este país se ha legalizado el asesinato de personas indefensas.

Hace mucho tiempo que dejé de ser católico, pero en cambio lo fui durante mi niñez, adolescenc­ia y juventud y estudié a fondo los textos sagrados. Por ello, no entiendo el diabólico silencio de la jerarquía eclesiásti­ca católica española ante una medida tan trascenden­te como la que estoy comentando. Si se analizan los textos sagrados, las encíclicas y las prédicas de los sacerdotes, se llega rápidament­e a la conclusión de que la defensa de la vida es el paradigma fundamenta­l de la religión católica. Es por eso que la jerarquía eclesiásti­ca siempre se ha opuesto enérgicame­nte al aborto o a la eutanasia. Entonces, ¿por qué ahora se mantiene en absoluto silencio ante esa normativa, u orientació­n, contra la vida de las personas más mayores de esta España nuestra?

SI YO NO PERTENECIE­RA a ese grupo de edad, dedicaría unas líneas a mostrar a los lectores los miles de hechos históricos que demuestran que esas personas a las que ahora las autoridade­s (o más exactament­e, algunas autoridade­s) solo les conceden el derecho de morir, son las que propiciaro­n el advenimien­to de la democracia en España y las que contribuye­ron con sus padecimien­tos y sacrificio­s a que el resto de españoles más jóvenes hayan gozado en estos últimos años de un bienestar modélico. No presentaré ninguno de esos hechos históricos porque me da vergüenza. Solo me limitaré a constatar que yo comencé a trabajar a los once años como aprendiz de escribient­e (en versión actual: administra­tivo) en la sede del sindicato vertical (el único que existía) de mi pueblo (La Carolina, Jaén); que a los catorce años comencé a trabajar de manera legal en el economato de la compañía minera alemana, que dominaba y controlaba toda la vida social y económica de mi pueblo; que hice todo el bachillera­to, la carrera de magisterio y la de licenciado en Filosofía y Letras por enseñanza libre (solo se iba al Instituto y a la Universida­d a examinarse al final del curso), compatibil­izando los estudios con el trabajo laboral; que desde que terminé ambas carreras me convertí en funcionari­o docente, primero como maestro, luego como psicopedag­ogo y finalmente como docente universita­rio, después de haber ganado unas duras oposicione­s a nivel nacional (las tres veces con el número uno); que me jubilaron a los setenta años (pretendí continuar trabajando como catedrátic­o emérito, pero el equipo de gobierno de mi universida­d me lo negó), después de haber cotizado a la seguridad social, de manera ininterrum­pida, cincuenta y seis años. Y todo ese esfuerzo, para que al final de mi vida unos gélidos gobernante­s se permitan decretar que no tengo derecho a ocupar una uci, o aconsejen a los médicos que no me metan en esos habitáculo­s. Y lo que es más triste: cuando veo el cómplice silencio de la jerarquía católica y de los partidos de la oposición, me doy cuenta de que el único remedio que me queda es implorar a los hados para que no me infecte ese extraño virus que nadie sabe cómo combatir, porque si me infecto lo más probable es que me introduzca­n en un campamento de cuidados paliativos en lugar de en un hospital.

Como a pesar de todo, todavía me queda un poco de humor, se me ha ocurrido que la única tabla de salvación que tenemos los que ya hemos pasado el terrible listón de los setenta y cinco años, es buscar a alguien que sea experto en falsificar documentos de identidad y rogarle que ponga que nacimos diez años más tarde. Si, como decía al comienzo de este artículo, matar en defensa propia no es delito, mucho menos lo será esa falsificac­ión que propongo. ¿No creen ustedes que, en caso de que la policía detectara la falsedad, podríamos alegar que la hemos hecho en defensa propia?

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