El Periódico Aragón

Trajeados porque el encuentro se celebró al mediodía tras la misa

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se llegó a cobrar entrada», afirma José Luis Ipas, el protagonis­ta de la foto. «En aquella instantáne­a tenía 24 años y ahora tengo 81. Lancé con el brazo derecho desde el centro y ganando espacio al portero. Estaba siempre por los suelos y la caída sobre las baldosas era tremenda. Por eso llevaba dos rodilleras y alguna vez pantalón almohadill­ado para protegerme de las caderas», explica Ipas.

El antiguo colegio de Maristas ocupaba una manzana entre San Vicente de Paúl y la plaza de San Pedro Nolasco y estaba levantado sobre restos prehistóri­cos, romanos y musulmanes. En 1980 Maristas trasladó su colegio al barrio del Actur y el vetusto edificio lo compró el Gobierno de Aragón para instalar oficinas.

Era el único patio que tenía el colegio y fue allí donde se convirtió en la mejor cantera aragonesa de balonmano. Era un patio trapezoida­l en el que también había dos canchas de baloncesto a lo ancho del campo. Pero a duras penas se podía meter a calzador una pista de balonmano. Luis Pedrero es otro de los supervivie­ntes de aquellos recordados partidos. «El patio tenía las medidas justas para meter una cancha. En la portería de la entrada se apiñaba el público y en la contraria había un balcón encima del que se ponía el marcador. Allí había dos puertas, una la entrada al colegio y otra al vestuario de los jugadores», asegura Pedrero.

Suelo de baldosas

El suelo era de unas baldosas de tonalidad verde y gris. Ipas las recuerda. «El suelo era duro y las caídas eran dolorosas. Pero con 18 años casi se aguantaban. Los equipos pudientes como el Atlético de Madrid jugaban en pabellón cubierto y con suelo de madera y era duro para ellos jugar en nuestro campo». Aquel suelo era en ocasiones una trampa para el equipo rival. «Algunas baldosas se levantaban y se sustituían por otras. Las había buenas y otras que resbalaban. Sabíamos qué camino seguir para no caernos. Sin embargo, el equipo rival no conocía las rutas para no caerse», explica Pedrero.

En uno de los laterales se colocaba una grada enorme para los espectador­es. «La montaban el día de antes los niños que venían a clase gratuita por las tardes. Cuando desapareci­ó el Ademar se llevó las gradas el Arenas a las piscinas que tenía en Vadorrey», recuerda Pedrero. El otro lateral estaba más pegado a la pared y no se podía aglutinar tanto público. Pedrero lo fue todo en Maristas. Primero alumno y más tarde jugador. «No era una figura, sino un jugador de club». También fue secretario y ejerció 30 años de entrenador. «Llegué a llevar hasta cuatro equipos a la vez. Comencé

con un infantil y en 1997 lo dejé», dice ahora desde su confinamie­nto con 81 años.

Entrenar se convertía en una aventura cotidiana. «Colocábamo­s varios focos en un tejadillo cuando era de noche. Y como antes nevaba bastante más en Zaragoza, cuando estaba cubierto de nieve el patio limpiábamo­s unos caminos para poder correr con unos rastrillos». Aquellos años el balonmano era para unos locos románticos. «Era otra dimensión del deporte, más entregado y de amistades más intensas», confiesa Luis Pedrero.

El signo distintivo de aquella generación era su defensa 4-2. «Si defendíamo­s bien atacábamos con confianza. Pero si te metían gol después tenías miedo a perder el balón. Dejábamos espacio a los extremos rivales al tener dos defensas muy adelantado­s, pero sabíamos que teníamos mucho ganado con un gran portero y el trabajo demoledor de los cuatro defensores del centro». Sin embargo, en ataque, el Ademar tenía un juego «alegre, rápido y de mucho movimiento». Es el estilo de juego que ha pasado de generación en generación en Maristas. Esa defensa fue una obra genuina de Carlos Polo, el técnico del equipo. «Domingo Bárcenas, el selecciona­dor nacional, llegó a decir que no le gustaba esa defensa, pero que el Ademar la hacía maravillos­amente». Polo fue el alma de ese recordado grupo. «Era un gran psicólogo. Nos decía que no éramos inferiores, aunque lo fuéramos», finaliza Pedrero.

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