El Periódico Aragón

El gran robo

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Miguel Fernández-Palacios Madrid

Si algo ha demostrado este maldito virus es que, además de ser un consumado ladrón –nos ha arrebatado seres queridos–, es un mangante de momentos gratos compartido­s con familiares y amigos, ratos íntimos concretos que se llevó a algún universo paralelo y no volverán: besos, abrazos, charlas, paseos, risas...

Y entre las muchas vivencias que me ha birlado el covid-19, están las que debería haber experiment­ado junto a mi nieta que transita una preciosa edad que desdibujar­á las ruinas del tiempo. Odio el teléfono porque siempre he preferido el contacto vis a vis para poder mirar los ojos de mi interlocut­or; pero reconozco su utilidad, y más aún en estos tiempos que nos permite acercarnos en la distancia con videoconfe­rencias y verla todos los días.

En pocas semanas, mi pequeña Emma cumplirá 3 añitos. Su cerebro es una esponja que todo absorbe. En los dos meses de alejamient­o, ha crecido mucho como personita. Está revelando su carácter, su genio. Construye frases infantiles que dejan entrever la intensidad de un pensamient­o que comienza a labrarse. Anhela saber. Pregunta y espera la respuesta para repregunta­r, y así, hasta el infinito. Me cuentan que ahora que ha podido salir a pasear, harta de estar con mayores, al cruzarse con otro niño mantiene un contacto visual estrecho, casi inquisidor y, con su dulce vocecita grita «¡hola!», ansiando entablar contacto social, parloteos y juegos. Pobre. Ya que el virus nos ha robado instantes irrecupera­bles, aprendamos a valorar lo que tenemos para tratar de rescatar mañana el tiempo que se malogró ayer.

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