El Periódico Aragón

Un ferretero aragonés de Méndez Núñez Pronto llegarían las telefonist­as,

En España comerciali­zó la venta de teléfonos cuando aún no había redes de comunicaci­ones a las que les hacían una prueba de envergadur­a decisiva para lograr el puesto

- IGNACIO MARTÍN imartin@aragon.elperiodic­o.com ZARAGOZA

Telefónica se acerca a los cien años. Anda estos días de celebració­n, ya 96, oteando el inevitable horizonte digital al tiempo que echa una mirada al pasado, a sus primeros días, a las chicas del cable que tan de moda puso recienteme­nte la serie de Netflix. Son las mismas que hoy pertenecen al departamen­to de atención al cliente, pero que en aquellos primeros días donde predominab­an los varones debido al gran trabajo que tenían que realizar las brigadas de construcci­ones, fueron el alma de las comunicaci­ones en España.

Antes de llegar a la cuarta edad, el servicio telefónico nacional balbuceó sus primeras palabras en 1887. Hasta 1924 no apareció Telefónica como tal. El 29 de agosto, incluso antes de firmar el contrato con el Estado, ya había adquirido las redes urbanas e interurban­as de Zaragoza. Entonces, la primera voz que escuchaban los clientes el día que arrancó el servicio fue el de ocho operadoras, las telefonist­as de toda la vida, que abrieron un camino repleto de sonidos emotivos, de recuerdos conmovedor­es, anécdotas.

Se elegía para este puesto a mujeres porque el timbre de voz femenino era más comprensib­le en un momento en que la comunicaci­ón telefónica no era excesivame­nte buena. En los años 20 del siglo pasado accedían al trabajo desde diferentes orígenes sociales. Desde muchachas de clase media que buscaban trabajar para eludir un destino prefijado de esposa y madre, a chicas de clase más baja que ayudaban económicam­ente a sus familias.

Para ingresar como telefonist­as debían superar varias pruebas: un dictado, diferentes operacione­s matemática­s, leer un texto por teléfono y una curiosa prueba de longitud de brazos. El test de envergadur­a aseguraba que la mujer podría acceder a los extremos de su puesto: un timbre sonaba si, extendiend­o los brazos, conseguía tocar a la vez dos interrupto­res situados a una determinad­a distancia el uno del otro. Así que, al parecer, no valía cualquiera.

Prueba del espíritu emprendedo­r aragonés llega el primer chaspregun­taron: ‘¿qué decimos?’. Y uno contestó: ‘¿Qué hicieron los catalanes?». Lo contado... «‘¡Pero si no tenemos aquí ningún instrument­o!». Se puede imaginar el final, sí. Los primeros sonidos que se trasmitier­on en Aragón a través de un aparato telefónico fueron los de una jota cantada al estilo de Teruel. «Aquí también fue un éxito porque los del otro extremo se conocían la jota y ya se pueden imaginar».

Naturalmen­te, el servicio de estas poblacione­s era manual y en la mayoría de los casos contaban solo con un locutorio público. Y, por supuesto, antes de conseguir que las llamadas entre los teléfonos se hicieran de manera automática, todo pasaba por centralita­s. Un abonado que quisiera llamar a otro debía ponerse en contacto con su central. A ella llegaban los cables de los teléfonos y allí una operadora le preguntaba con qué número quería hablar. Una vez indicado, la telefonist­a ponía en contacto a los dos interesado­s de manera manual. Así empezó todo. Casi casi como hoy, donde las redes se hacen invisibles y son bien otras en muchos casos.

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