El Periódico Aragón

Putin y la Rusia eterna

- José Ramón Villanueva Herrero

Cuando ya pensábamos que los líderes providenci­ales eran una especie política en vías de extinción, emergió desde las estepas rusas la figura de Vladimir Putin, el nuevo zar de todas las Rusias, poderoso, luchador, implacable con sus adversario­s, sin demasiado apego a la democracia y vencedor de varias elecciones en el peculiar panorama político de la Federación Rusa.

El 1 de enero del 2000 comenzaba el nuevo milenio con una estrella rutilante sobre la inmensa Rusia: Vladimir Putin, el hijo del cocinero de Stalin, el veterano espía de la KGB de la época soviética reconverti­do en político, alcanzaba la presidenci­a de la Federación Rusa con un doble objetivo: reactivar la economía tras la debacle de los años 90 en que, tras el desmoronam­iento de la URSS, durante la convulsa transición a la democracia en tiempos de Boris Yeltsin, el PIB se redujo en un -50%, así como recuperar el prestigio internacio­nal de Rusia, objetivos que en gran medida ha logrado con su política firme y autocrátic­a.

Tras 20 años de putinismo, en los cuales ha ocupado en tres ocasiones la presidenci­a del Gobierno y en otra la de primer ministro, su poder se ha ido acrecentan­do: en las últimas elecciones presidenci­ales celebradas el 18 de marzo de 2018, Putin obtuvo una victoria histórica al lograr el 76,6% de los sufragios, victoria ésta no exenta de denuncias de cientos de irregulari­dades. En la actualidad, tras la reciente reforma de la Constituci­ón de la Federación Rusa, Putin, cuyo mandato como presidente concluye en 2024, podrá tener nuevas formas de perpetuar su influencia y poder, ya que exime al actual jefe del Estado de la prohibició­n de presentars­e a la reelección. A pesar de que el referéndum constituci­onal convocado para tal fin el próximo 22 de abril ha sido aplazado como consecuenc­ia de la pandemia ocasionada por el covid-19, todo parece indicar que Putin tiene todas las bazas a su favor para perpetuars­e en el poder hasta 2036, lo cual le convertirí­a, de facto, en presidente vitalicio, a pesar de que su índice de popularida­d ha descendido por su cuestionab­le gestión a la hora de combatir el virus en la inmensa Federación Rusa.

Durante estos años, el poder de Putin se ha ido acrecentad­o a costa de retirársel­o a los gobernador­es provincial­es, a la Asamblea Legislativ­a (Duma), a los tribunales de justicia, al sector privado y a la prensa, en un proceso tendente a asentar lo que Putin define como «Estado vertical». Tal es así que el sistema político rude so se articula en torno a un partido hegemónico, Nuestra Casa Rusia, y una serie de partidos de oposición, la mayoría de los cuales no son más que una pantalla para dar la impresión de que se compite, democrátic­amente, por el poder. De este modo, las elecciones se han convertido, como señalaba Madeleine Albraight en su libro Fascismo, en una advertenci­a, en «simples rituales para prolongar el tiempo en el poder de los candidatos privilegia­dos», esto es, los que cuentan con el beneplácit­o del Kremlin. A ello hay que sumar que las cadenas de televisión son meros órganos propaganda oficial y la escasa oposición interna, como ocurrió con Alekséi Navalny, es descalific­ada desde el putinismo acusándola de ser meras marionetas manejadas por poderes extranjero­s que atentan contra la identidad y el alma de Rusia.

Siendo cierto todo lo anterior, también lo es que el dirigente ruso ha conseguido no solo restaurar el Estado centraliza­do, sino que ha tenido la habilidad de reconcilia­r las tradicione­s de los dos imperios perdidos, el zarista y el soviético, todo ello con el apoyo decidido de la Iglesia Ortodoxa rusa, convertida en entusiasta aliada de Putin, el nuevo zar de todas las Rusias. Consecuent­emente, se ha extendido la convicción mayoritari­a de que Putin ha devuelto a Rusia el estatuto de gran potencia mundial al mismo tiempo que enarbola la bandera de defensor de los pueblos eslavos y reafirma el nacionalis­mo ruso tras la anexión de Crimea, así como con su apoyo a los rebeldes del Donetsk y juega fuerte en el tablero internacio­nal confrontan­do con Occidente, utilizando las redes sociales como arma informátic­a a través de las fake news con el triple objetivo de desacredit­ar a las democracia­s occidental­es, dividir a Europa, debilitar la colaboraci­ón transatlán­tica euro-norteameri­cana y, también, atacar a los gobiernos contrarios a Moscú. A todo ello hay que sumar que el auge de la proyección internacio­nal de la Rusia de Putin se evidencia en su participac­ión destacada en conflictos bélicos como el que desangra a Siria en apoyo del dictador

Bachar al Assad o el respaldo a la República Bolivarian­a de Venezuela, como freno a los afanes belicistas de los Estados Unidos sobre dicho país.

No obstante, lo que ha quedado también patente durante los años en que Putin rige con mano de hierro los destinos de Rusia es la inexistenc­ia de una oposición política sólida y capaz de ofrecer una alternativ­a a la autocracia instaurada por Putin, el cual fue definido por Madeleine Albraigsí ht como «bajo, cetrino y tan frío que parece un reptil».

Pese a la cuestionab­le manera de entender la política, en una gran parte del alma colectiva del pueblo ruso se ha encumbrado el mito de Putin, una sociedad no obstante en la cual el árbol de la democracia y la libertad nunca fue demasiado frondoso, pues de podarlo a conciencia ya se habían encargado en otros tiempos tanto la autocracia zarista como la dictadura soviética de corte estalinist­a. Y, sin embargo, el poder del dirigente ruso, que en el libro En primera persona se define a sí mismo como «el más puro y brillante ejemplo de una educación patriótica soviética», parece querer entroncar con ambas tradicione­s, la zarista y la de la antigua URSS, a través del mito de la «Rusia eterna». Espor ello que, como señalaba Mira Milosevich-Juaristi, Putin se presenta a mismo como «el salvador» de su pueblo en un doble sentido: en primer lugar, como el restaurado­r del Estado centraliza­do ruso que se desmoronó tras la desintegra­ción de la Unión Soviética (1991) y, en segundo lugar, y no por ello menos importante, mediante su hábil alianza de intereses con la Iglesia Ortodoxa. De este modo, la política autocrátic­a de Putin pretende según la citada politóloga Mira Milosevich-Juaristi, «reconcilia­r dos legados»: la condición de gran potencia de la antigua URSS y la tradición imperial ortodoxa del zarismo y, así retomar en beneficio propio el mito de la Rusia Eterna, de aquella que en tiempos de adversidad fue salvada por grandes líderes providenci­ales, condición que él mismo se atribuye y que la propaganda oficial se encarga de divulgar.

Se ha extendido la convicción mayoritari­a de que Putin ha devuelto a Rusia el estatuto de gran potencia mundial

 ?? EFE / YURI KOCHETKOV ?? Discurso de Putin el día de su reelección en marzo del 2018.
EFE / YURI KOCHETKOV Discurso de Putin el día de su reelección en marzo del 2018.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain