El Periódico Aragón

Más allá del sentido del deber

Un policía de servicio paga de su bolsillo cuatro potitos y deja marchar sin detenerlo al padre de familia que los había sustraído, empujado por un estado de necesidad, en un supermerca­do del centro

- F.. V. fvalero@aragon.elperiodic­o.com ZARAGOZA

Un supermerca­do del centro de Zaragoza, sobre las once o las once y media de la mañana, el pasado 29 de mayo. Un hombre de unos 35 años, de aspecto normal, entra, se dirige a la zona de alimentaci­ón infantil, mira rápidament­e a derecha e izquierda, comprueba que está solo y se mete entre la ropa cuatro potitos.

Está seguro de que nadie le ha visto y enfila hacia la puerta de salida. Pero cuando ya casi pisa la calle el vigilante del local le da el alto, le dice que no puede irse, lo detiene y avisa a la Policía.

El responsabl­e de seguridad del supermerca­do no ha visto la sustracció­n, pero sí las cámaras del circuito cerrado de televisión, que apuntan hacia los lineales desde varios ángulos.

No ha sido un error de apreciació­n. Las imágenes no mienten. Al cachear al sospechoso, el vigilante encuentra los potitos, cuatro, con un precio que oscila entre uno y dos euros y pico cada uno de ellos y que se presentan en tarros sueltos o en lotes de varias unidades.

Es algo que pasa con frecuencia. Alguien es sorprendid­o cogiendo comida o bebida subreptici­amente en una tienda y se pone en marcha el procedimie­nto habitual. O sea, se llama a la Policía para que venga a arrestar al supuesto ladrón.

Pero en esta ocasión hay clienplar tes que se enteran de lo que pasa y de inmediato se ofrecen a pagar el importe de los potitos. El detenido da explicacio­nes, dice que es padre de familia, habla del paro, de sus hijos, de que corren tiempos difíciles... Y hay personas que sacan la cartera y cogen los pocos euros que valen esos potitos y se los tienden a la cajera.

Mientras, llega una dotación de la Policía Nacional, oye todas las versiones, la del personal, la de los compradore­s, la del vigilante. Los agentes reciben datos más que suficiente­s para hacerse una idea y le dicen al hombre que se vaya, que no hay nada contra él. Y, cuando ha desapareci­do por la puerta, uno de los policías echa mano al bolsillo y paga los tarros de comida infantil.

Los clientes se quedan parados y hay uno al que ese gesto lo deja pensativo. «Ese policía se comportó de una forma muy humana», recuerda este testigo un tiempo después. «Cerró los ojos, fue más allá de lo que sería su deber y se puso en lugar del padre de familia que tiene unos pequeños en casa, esperando que les lleve comida», reflexiona.

«Creo que fue una acción ejemy emocionant­e por parte de unos auténticos servidores públicos», añade. Pero se da cuenta de que la cuestión tiene un lado espinoso y no elude entrar en el fondo del asunto. Un fondo en el que la obligación laboral se ve contrarres­tada por el sentido de la solidarida­d.

«No se debe robar, claro, pero mucho menos dejar morir de hambre a unos bebés», razona. «Esos agentes merecen un fuerte aplauso, porque robar, entre comillas, unos potitos no es un delito cuando se trata de alimentar a unos niños».

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ÁNGEL DE CASTRO De patrulla por la ciudad Una dotación de la Policía en una calle de Zaragoza.

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