El Periódico Aragón

Los ‘balseros’ libaneses

La crisis fuerza a muchos habitantes de este convulso territorio a cruzar el mar rumbo a Chipre Los emigrantes parten en los llamados ‘barcos de la muerte’ tras pagar a contraband­istas

- ANDREA López-Tomàs

Cada día la furgoneta de Chadi recorre varias veces la carretera entre Beirut y Trípoli. Por 5.000 libras –unos 60 céntimos de euro– transporta a viajeros de la capital del Líbano a la segunda ciudad del país. «Esto no es vida: si no trabajo hoy, mañana no como», lamenta el padre de dos niñas. En tres semanas han salido del puerto de Trípoli 11 barcazas con 348 personas destino a Chipre. «Todos queremos irnos, en Europa sí que hay vida». Líbano ve cómo sus ciudadanos parten junto a los refugiados sirios en los conocidos como barcos de la muerte. Nunca en tiempos de paz el mar que baña estas costas había sido testigo de tantas despedidas.

La situación económica es lo que empuja a los libaneses a irse. Con la devaluació­n de la libra en un 80%, la mitad de la población sufre la pobreza. Las pérdidas causadas por la explosión en el puerto de Beirut han lanzado a cada vez más gente a la incertidum­bre del mar. «La mayoría quiere emigrar de manera legal pero con coronaviru­s es casi imposible», reconoce Mohamed Lowweh. miembro de la oenegé March. «No tenemos nada que perder; nuestro país nos expulsa», expone.

El pasado 14 de septiembre, un barco de Naciones Unidas encontró una barcaza de pesca con 50 personas que llevaban a la deriva ocho días después del abandono del contraband­ista que les había cobrado 930 dólares. El mar engulló las vidas de cuatro adultos y dos niños, aunque a día de hoy siguen llegando cadáveres a las costas de Líbano. «En estas barcazas hay refugiados sirios pero también locales libaneses», explica la portavoz de ACNUR en Líbano, Lisa Abou Khaled. «El problema es que los libaneses no son considerad­os refugiados porque lo hacen por motivos económicos y no por conflicto o persecució­n; entonces, no pueden pedir asilo».

DEVOLUCIÓN EN CALIENTE

Según un informe de Human Rights Watch, las fuerzas de la guardia costera chipriota hicieron más de 200 devolucion­es en caliente durante la primera semana de septiembre. Mahmud –nombre ficticio para preservar su seguridad– lleva desde el 2008 intentando abandonar Líbano por vías legales, pero después de ser detenido por terrorismo y encarcelad­o durante un año, partir por aire no es una opción.

«Mi primo vendió sus pertenenci­as para comprar un barco y llegar a Chipre con su mujer y sus cinco hijos», relata este doble graduado en informátic­a y lengua alemana. Según Mahmud, de 33 años, los contraband­istas han empezado a pasar informació­n al Ejército ante el aumento de partidas. Por eso, las autoridade­s desconocía­n las intencione­s del barco de su primo. «Me subí a la barcaza pero cuando vi alejarse la costa, salté y nadé hasta la orilla; si me detienen, la vida ha terminado para mí», lamenta. Pero también para la familia de su primo. En Líbano las historias no tienen finales felices. Omar trabaja en el puerto y presume con orgullo de tener a su hijo en Chipre. «Allí la vida es diferente», explica acalorado, «hay dinero, trabajo, hay vida».

«Todos son unos Alí Babá, unos ladrones», se incendia Nour. «No tenemos un gobierno, tenemos una mafia». El mar está en calma, ajeno a la rabia de un pueblo que ama a su país pese a su rechazo.

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AP / HUSSEIN MALLA Afaf Adulhamid, madre de Mohamed Khaldoun, llora al hablar de su hija, que sigue desapareci­da en el mar.
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