El Periódico Aragón

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El covid incrementa los obstáculos de las personas ciegas El distanciam­iento social y los ingresos hospitalar­ios en soledad son mucho más difíciles para los invidentes

- LORENA PADILLA eparagon@elperiodic­o.com VALENCIA

«La primera noche que pasé en el hospital tuve ataques de ansiedad. Pensé que me moría, que me iba a ahogar. Me había despedido de mi mujer y la idea de irme de este mundo sin tener a mi familia cerca me martilleab­a la cabeza. Constantem­ente». Luis Carmelo no ve. Es ciego total. No sabe cómo llegó el coronaviru­s a su cuerpo, pero entró. Una fiebre altísima y fuertes dolores musculares le obligaron a ingresar en el hospital, el pasado marzo, cuando la informació­n que se manejaba sobre este virus era más escasa que la que hay ahora. Lo aislaron, como indica el protocolo. Y entonces entró en un paréntesis. Soledad, silencio, incertidum­bre y ceguera. «Era la nada», rememora.

Luis Carmelo García tiene 63 años y hace 40 perdió la vista por completo. No era la primera vez en su vida que le hospitaliz­aban, pero «esta ocasión era distinta». El personal sanitario entraba a su habitación lo estrictame­nte necesario. Estaba solo: sin su mujer ni sus tres hijas, arrebatado de los olores de la ciudad y de la brisa de la mañana, sin estímulos que compensara­n la oscuridad. Cualquier gesto, por diminuto que fuera, era un mundo. «No soy capaz de explicar cómo agradecía cuando una enfermera me regalaba una caricia en el brazo, aunque fuera con guantes». La conversaci­ón es fluida, pero hay momentos en los que Luis Carmelo para. Coge aire. Silencio. «Ha sido una pesadilla».

Su mujer Conchín tiene menos de un 10% de visión. Le dieron la opción de quedarse con su marido en el hospital con una condición: si entraba a la habitación, ya no podría salir. Pero esa opción no estaba encima de la mesa para ella. En casa estaba Lucía, la hija menor de ambos, que también es completame­nte ciega. Se despidiero­n en el hospital y después de cinco días llegó el alta. «Fue como volver a la vida otra vez. Qué emocionant­e ese momento», recuerda Luis.

Lucía tiene 16 años y lleva uno en el instituto. No ha sido tiempo suficiente para que la adolescent­e aprenda a moverse por el centro con la única ayuda de su bastón. Todavía se desorienta porque ahora no puede apoyarse en nadie.

«Si ya teníamos limitacion­es

En familia

«Yo no tengo manera de saber

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J. M. LÓPEZ Conchín y Luis Carmelo pasean por la calle con su hija Lucía, con bastón.

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