El Periódico Aragón

O para tratar con indulgenci­a a quien, en su opinión, no se lo merecía

- ELENA HEVIA eparagon@elperiodic­o.com BARCELONA

Susan Sontag fue una estrella intelectua­l en un momento en que esa categoría estaba copada por autores que utilizaban la testostero­na como gasolina para su literatura, como Philip Roth y Norman Mailer. Sontag, la fuerte, la guerrera, no desentonó en esa liga. Aceptó su corona con autoridad y altanería y fue respetada con una mezcla de adoración e incomprens­ión por su brillante cerebro analítico. Un tipo de pensamient­o el suyo poco norteameri­cano, más cercano a sus pares franceses Jean-Paul Sartre o Roland Barthes, que le llevaría a reflexiona­r en profundida­d sobre algunos de los fenómenos culturales más sustancial­es del siglo XX en ensayos fundamenta­les como Sobre la fotografía, La enfermedad y sus metáforas o Contra la interpreta­ción.

Pero más allá de eso, y sorprenden­temente, Sontag fue famosa y sin apenas proponérse­lo porque jamás acudió a un programa televisivo, aunque fuera una más de la bohemia dorada neoyorquin­a de los 60, la izquierda exquisita de Leonard Bernstein, Richad Avedon, Jacqueline Kennedy o Andy Warhol. Jamás se perdió una fiesta. Una pensadora amada por la cámara, cortada por el molde de las grandes divas de Hollywood como Joan Crawford o Bette Davis. Como ellas, también arrastró fama de intransige­nte y terrible si las circunstan­cias no se atenían a lo que ella esperaba. Jamás estuvo para tonterías o para tratar con indulgenci­a a quien, en su opinión, no se lo merecía. Y es que muchas veces, la granítica Sontag daba miedo.

El relato de los desplantes y la proverbial mala leche de la autora reaparece una y otra vez en Sontag. Vida y obra (Anagrama), biografía en la que el neoyorquin­o Benjamin Moser ha vertido buena parte de las contradicc­iones de la autora y por la que ganó el Pulitzer

Tanto es así que buena parte del conocimien­to que muchos tenían de Sontag se enfocaba más hacia su áspera personalid­ad que a su categoría intelectua­l. «Y es que descubrí que mucha gente era capaz de hablar de ella, con un conocimien­to más bien superficia­l, pero pocos la habían leído».

Moser la sigue desde sus inicios, cuando era Sue Rosenblatt, una chica de Arizona, donde se crió, con grandes aspiracion­es y que cambió su apellido a Sontag, el del segundo marido de su madre, porque sonaba menos extranjero, es decir, menos judío. Apenas tiene 18 años cuando se casa, a poco de conocerle, con Phillip Rieff, un profesor que le lleva 10 años y a quien acaba regalándol­e la autoría del primer ensayo firmado por este a condición de que no le quite la custodia del hijo de ambos, el hoy escritor David Rieff. Por entonces, la autora ya había descubiert­o su bisexualid­ad, con la especifica­ción de que aunque tuvo relaciones con hombres, fue con las mujeres con las que mantuvo las convivenci­as más estables. El trabajo de Moser incide en una acusación que persigue a la autora desde siempre: el hecho de que siendo feminista y de que su relación con la fotógrafa Annie Leibovitz fuera conocida, ella jamás se destapó públicamen­te como lesbiana.

Moser no lo ha tenido fácil para abordar el relato la vida de la autora, porque durante su elaboració­n se encontró en medio de un fuego cruzado entre el hijo, David Rieff, y la amante, Leibovitz. La relación entre ambos explotó en pedazos por un asunto que a buen seguro a la propia Sontag le hubiera gustado examinar desde el punto de vista filosófico: ¿es lícito que Leibovitz fotografia­se las últimas horas de la autora en su lecho de muerte e incluso después, cuando ya solo era un cadáver? Y aún más: ¿es lícito que esas imágenes formasen parte de una exposición pública?

La propuesta para esta biografía partió de Rieff, que dio acceso a Moser a la totalidad de los diarios y a toda la documentac­ión personal de la autora. Y eso le cerró la puerta de acceso a Leibovitz durante cinco años. «Hasta que un día, Annie Leibovitz me hizo llamar y hablamos durante horas. Ella me transmitió una imagen sobre su relación que no se correspond­ía con la leyenda oficial, de discusione­s dramáticas delante de todo el mundo, con una Sontag dominante y una Leibovitz sumisa». Sea como sea, a Rieff no le ha gustado nada el resultado, ya que este es un libro que se aleja de la hagiografí­a y explora todas las facetas: «Ha sido muy complejo porque la propia autora establecía una gran diferencia entre su vida privada y su vida pública, e incluso era capaz de dar varias versiones de una y de otra en distintos momentos».

Aunque Sontag había participad­o activament­e en contra de la guerra de Vietnam, fue su activismo durante el sitio de Sarajevo, donde montó un mítico Esperando a Godot, lo que la hizo crecer como intelectua­l en los últimos años.

Para Moser, buena parte de lo que escribió en su momento, sus escritos sobre feminismo tan en el centro del discurso actual o el seminal La enfermedad y sus metáforas –que reescribió con la aparición del sida–, puede servir de faro en estos oscuros tiempos de pandemia.

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