El peligro de judicializar la política
Algunos partidos políticos transfieren a los jueces problemas que deberían resolverse con diálogo
Nuestra democracia está aquejada de muchos males. Uno de los más graves es la judicialización de la política. Wendy Brown en el artículo Ahora todos somos demócratas, habla de desdemocratización en la política actual, y una de las causas es que cada vez más se judicializan asuntos políticos, y que además los jueces emiten sentencias en un lenguaje complejo e incomprensible para la mayoría de los ciudadanos. Si fuera más asequible para le gente común, perderían parte de su prestigio. A su vez, los tribunales han pasado de decir qué es lo que está prohibido a decir lo que ha de hacerse; han pasado de ejercer una función limitativa a otra legislativa, usurpando tareas propias de la política democrática. Si vivir sometidos a la primacía del derecho es un pilar importante de la mayor parte de las formas de democracia, el gobierno de los tribunales equivale a una subversión de la democracia.
Estos juicios de Brown son aplicables a la situación política actual en España. Algunos partidos políticos por incapacidad o por razones espurias –como conseguir por las togas lo no alcanzado en las urnas–, transfieren a los jueces cuestiones o problemas estrictamente políticos, que deberían resolverse en el ámbito de la política a través del diálogo, la negociación o el voto. Tal recurso a los tribunales es porque tienen indicios muy claros de que la sentencia les será favorable. Por ende, al final una decisión política se toma en función de la sentencia de un juez. O lo que es lo mismo, gobiernan los jueces. Estos deciden el rumbo de la política. Los jueces Marchena y García Castellón tienen a su disposición hoy más piezas en esta tablero político que el Gobierno: la investigación del Rey emérito, según cual sea el informe de la Fiscalía; la investigación del vicepresidente segundo; el informe sobre el indulto de los presos catalanes; el tercer grado de estos, las querellas por la pandemia... Sus sentencias, dadas a conocer en el momento que consideren oportuno, marcarán la evolución política, incluso, el mantenimiento del Gobierno de coalición. El problema es que los jueces cuando actúan, no están exentos de sospechas de parcialidad, por su dependencia del poder político de turno o del anterior que supo colocar sus peones, y del ambiente general de la sociedad creado a nivel mediático.
El teniente fiscal del Tribunal Supremo, Luis Navajas, habló de unas presiones de algunos compañeros para que tras unas querellas presentadas se acusara al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y al resto de sus ministros de delitos como el de homicidio o lesa humanidad. Sorprende tanta diligencia judicial en unas ocasiones y tanta pasividad e inacción en otras. De repente, el juez García Castellón, aparca la investigación del caso Kitchen y entra con auténtica fruición, sin venir a cuento, en un caso que ataca al Gobierno de coalición. Nadie debe sorprenderse ya de que los jueces, por extracción social, corporativismos, mayoritariamente se decantan hacia la derecha.
No quiero llegar a pensar que en España se esté practicando el lawfare, cuya traducción imprecisa en castellano es «guerra judicial» o «guerra jurídica». Para su conocimiento recurro al artículo Lawfare. La judicialización de la política en América Latina de Camila Vollenweider y Silvina Romano, publicado por El Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag).
El lawfare es el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación de un adversario político. Combina acciones aparentemente legales con una amplia cobertura de prensa para presionar al acusado y su entorno (incluidos familiares cercanos), de forma tal que este sea más vulnerable a las acusaciones sin prueba. El objetivo: lograr que pierda apoyo popular para que no disponga de capacidad de reacción. El desgaste personal es inmenso, por lo que alguno llega a tirar la toalla.
El poder judicial es un potente espacio desde donde desplegar, casi sin limitaciones, estrategias de desestabilización y persecución política, hasta colocarse muy lejos del principio del equilibrio de poderes. Es el único que no deriva de la voluntad popular sino de complejos mecanismos de designaciones políticas y concursos, sumado a privilegios que los demás poderes no tienen. Esto le permite operar políticamente bajo un completo manto de institucionalidad. Maneja un lenguaje técnico objetivo (el lenguaje jurídico), que se jacta de no estar «contaminado» por la política, que por ello queda desacreditada.
El lawfare requiere una estudiada coordinación entre diferentes actores cara un objetivo común. Una reorganización del aparato judicial: las élites con el control del aparato del Estado colocan en espacios clave a «técnicos» (abogados, jueces, fiscales) vinculados al poder de turno, para atacar al adversario político y/o prevenir situaciones hostiles que puedan provenir de este. A su vez, el caso judicial (usado como un arma) se hace público en momentos de alto costo político para la persona o grupos que son desprestigiados. El doble rasero de la ley: si bien pueden salir a la luz varios casos, se elige sacar unos, ocultando o desestimando otros. Medios de comunicación masivos y concentrados: es un «periodismo de guerra», manipulando la opinión pública al magnificar unos casos e invisibilizar otros.