No, no somos lo que votamos
Hubo un tiempo no demasiado lejano en el que dedicarse a la política suponía un orgullo para sí y para los próximos y amigos. Hoy, no me atrevería a decir lo mismo. Las causas de tan decepcionante cambio son muchas como casi siempre pasa con casi todas las cosas. Tal vez por ingenuidad o por esa manía mía de enamorarme de algunas imágenes llegué a concebir la política como un laboratorio de ideas, ideales e ideadores que, de manera conjunta y guiados por el mismo o parecido afán, trataban de transformar la realidad a través del ingenio y alguna que otra virtud.
Hoy, permítanme que insista, no me atrevería a decir lo mismo pues ahora la política se me antoja más parecida a un taller de reparaciones. Pero no de esos talleres en los que, digna y hasta brillantemente, sus trabajadores son capaces de hallar salida y soluciones para los errores o tropiezos provocados por otros que hasta allí han llevado sus bienes dañados sabiendo que se los devolverán en mejores condiciones. No, eso seguiría siendo loable y motivo de alarde. La actual política, sobre todo la que se observa y padece a nivel nacional es más bien un taller de reparaciones en el que a posteriori se gestionan, ocultan y, llegado el caso, disimulan las propias fallas y faltas. La política, no toda pero ojalá no tanta como parece, se acerca más a una pelea de gallos que a una fértil discrepancia de argumentos y objetivos. Dos factores inducen poderosamente en ello, a saber: el descarado intento de obtener rédito político a toda costa de cualquier situación y la tendencia a la simplificación propia de este tiempo y especialmente de aquellos a quienes las situaciones y dificultades a las que se enfrentan les vienen grandes.
Así las cosas, la política parece haberse convertido en una inmensa inflación de mentiras y semiverdades elevadas a la categoría de verdad tras ser sometidas a un notable y gimnástico trabajo de estiramientos y retorcimientos. En cuanto a la simplificación, en política, como advierte Sloterdijk, la primera víctima de la simplificación es el matiz, cuya forzada desaparición no hace sino facilitar el paso a los populismos, a todos ellos (de izquierdas, de derechas...). Se diría que en ese pobre guion, reducida la política a una preparación sin fin de contiendas electorales, los ciudadanos solo somos los poseedores y portadores de los votos necesarios para mantenerles o encumbrarles al deseado poder por cuya consecución todo vale, incluidas desastrosas gestiones en y de pandemias. Pero no, se equivocan por mucho que insistan en ello. Los ciudadanos no somos lo que votamos, somos mucho más aunque, a juzgar por lo que los políticos dicen, hacen y omiten, poco parece importarles todo lo demás.
Ojalá seamos capaces de aprender de lo visto y vivido en estos difíciles meses y nosotros, los de a pie, no seamos los hooligans de la papeleta, caricatura del elector en la que algunos estarían encantados de vernos. Como posible respuesta y defensa creo que debemos evitar caer en dogmas, mejor observar, valorar y decidir con arreglo a los hechos más que a los dichos pues hablar es gratuito y según parece insultar y difamar sale bastante barato. El daño que algunos de nuestros representantes están infligiendo a nuestras instituciones y a nuestra confianza va a ser difícil de reparar. Con su simplismo y su obsesión por la obtención de ventajas electorales no hacen sino erosionar nuestra democracia y trasladar hasta ella la merma de crédito moral que a ellos les caracteriza.