OLGA Bernad* Demasiado corazón
Durante toda nuestra vida hemos estado oyendo que hay que usar el corazón para hacer las cosas. Esas buenas intenciones tal vez se han vengado de nosotros o quizá, simplemente, el corazón del hombre es más oscuro de lo que recuerdan las frases superficiales. Ahora que todos los debates apelan a nuestras emociones desconectándonos así de los hechos e incluso de la Historia, que se interpreta y reescribe a conveniencia, ahora que ya no hay verdad sino «mi verdad», «tu verdad» o la de ellos, ellas y elles, nadamos –o chapoteamos– todos, perplejos y un poco perdidos, en el inquietante mar de la emoción y la verdad confusa de tantos corazones.
Pero no olvidemos que todo esto se orquesta fríamente. Colin Crouch, ya en el 2004, nos avisó de los peligros y la deshonestidad de la posverdad en el plano político: «El debate electoral público es un espectáculo estrechamente controlado, gestionado por equipos rivales de profesionales expertos en técnicas de persuasión y considerando una pequeña gama de temas seleccionados por esos equipos». Eligen hasta de qué vamos a discutir. Y nosotros lo hacemos con el corazón y, cuando ya estamos convenientemente descorazonados, con las tripas.
No hay más antídoto contra esta toxicidad que recordar que, aunque influyen muchísimo en ellos, las emociones no tienen por qué acabar siendo comportamientos. Podemos racionalizar algunas cosas, utilizar el frío cerebro, tan fieramente humano como el corazón, para cortar alguno de los hilos de marioneta que han cosido a nuestros brazos. Es un asunto difícil porque la gran falacia es que todos nos creemos libres y originales mientras consideramos a los demás una panda de borregos esclavos de sus creencias. Pero quizá no es del todo imposible. Dejemos la emoción para la lírica, y aun así, sin pasarse. *Filóloga y escritora