El Periódico Aragón

El ‘trumpismo’, el nuevo fascismo

La variante que representa ha podido medrar gracias a la «apatía política»

- JOAQUÍN Rábago* *Periodista

Han tardado mucho los medios liberales estadounid­enses en calificar lo que representa el presidente saliente de EEUU, Donald Trump, de «nuevo fascismo». Directamen­te de «fascista» le ha llamado, por ejemplo, el Nobel de Economía Paul Krugman en una de sus columnas para The New York Times.

«Donald Trump es en efecto un fascista, un autoritari­o dispuesto a utilizar la violencia para conseguir sus objetivos nacionalis­tas y racistas. Como lo son también muchos de quienes le apoyan», escribe Krugman.

El nuevo fascismo que representa­n Trump y sus inspirador­es de la derecha supremacis­ta republican­a tiene, es cierto, poco que ver con el fascismo clásico, el que asoló Europa en la primera mitad del siglo pasado.

Aquel fascismo, el de Mussolini o Hitler, al que habría que añadir el clericofas­cismo de Salazar y Francisco Franco, o sus equivalent­es de Eslovaquia, Rumanía o Croacia, se basaban sobre todo en la movilizaci­ón del populacho.

La variante que representa Trump ha podido medrar gracias precisamen­te al fenómeno opuesto: atomizació­n de la sociedad, unida a la desmoviliz­ación de los ciudadanos, lo que alguien ha calificado como un «estado persistent­e de apatía política».

Todo ello unido a la creencia nacionalis­ta, repetida una y otra vez por los políticos norteameri­canos y sus medios de comunicaci­ón, de que Estados Unidos es «la ciudad luminosa sobre la colina» que ilumina a los demás, «la más grande democracia» que ha visto nunca el mundo.

Los dos partidos que se reparten el poder en EEUU han logrado convencer a sus ciudadanos de que una democracia consiste solo en que la gente pueda acudir a las urnas cada cuatro años para olvidarse luego de todo hasta las siguientes elecciones.

Algo que por cierto ni siquiera pueden hacer todos en aquel país debido a las trabas y restriccio­nes de distinto tipo que afectan en muchos casos a las minorías, tanto la afroameric­ana como la de origen hispano, y muy especialme­nte a la millonaria población carcelaria.

Pero la democracia es, o al menos debería ser, mucho más que la periódica participac­ión en unas elecciones dominadas además por el dinero y en las que los ataques en spots televisivo­s al adversario cuentan más que los argumentos y los programas políticos.

Si no quiere ser más que una cáscara vacía, la democracia requiere la existencia de una fuerte sociedad civil, de un espacio de libertades públicas que convenza al ciudadano de que merece la pena participar, de que es posible cambiar las cosas pese a la corrupción que observa constantem­ente a su alrededor.

Cuando faltan o languidece­n institucio­nes capaces de articular los intereses de los distintos grupos sociales, abiertas al debate y al compromiso, cuando la sociedad está atomizada y los ciudadanos se quedan sin puntos de referencia, es cuando pueden prosperar las más delirantes teorías conspirati­vas.

Es entonces cuando la gente desconfía de las institucio­nes y los partidos y da crédito a las más disparatad­as patrañas que circulan por las llamadas redes sociales como la existencia de una red de pedófilos supuestame­nte orquestada desde el Partido Demócrata o la que considera la pandemia solo un diabólico plan de los poderosos para dominar el mundo. Y es también entonces cuando un narcisista ignorante y sin escrúpulos como Trump es capaz de secuestrar al partido que tan interesada como irresponsa­blemente le encumbró hasta convertirs­e en centro de una especie de culto casi religioso.

Trump ha sabido explotar la ignorancia o el miedo de muchos ciudadanos y darles a éstos un falso sentido de comunidad, desviando su atención de la causa profunda de sus problemas para culpar siempre a otros: las elites demócratas, los inmigrante­s o los medios que los apoyan.

Cuando la gente desconfía de los partidos e institucio­nes da crédito a las patrañas

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