El Periódico Aragón

La inocencia de la admiración Se admiraban en la vanidad de saberse especiales en esos veranos de puertas y ventanas abiertas

- Ángela Labordeta PERIODISTA Y ESCRITORA

Recuerdo una frase de Friedrich

Nietzsche que en cuanto la leí, me conmovió: «Existe una inocencia de la admiración: la tiene aquél a quien todavía no se le ha ocurrido que también él podría ser admirado alguna vez». Dicho pensamient­o resume la difícil ecuación de los seres humanos, cuando comprenden y asumen que la admiración que se provoca en los otros radica poderes morales, éticos e incluso de carácter perverso en el mismo instante en el que el admirado usa esa admiración en contra de aquellos que tan inocenteme­nte lo admiran.

Hace muchos años, en un pueblo de la costa, conocí a un hombre de aspecto frágil que casualment­e alquiló durante dos veranos consecutiv­os un apartament­o al lado del que yo compartía con mi familia. En aquellos veranos de finales de los setenta lo ruidos eran comunes: tú escuchabas la televisión de los vecinos y ellos la tuya; tú oías los gritos de los de arriba y el eco de las risas de los vecinos de al lado te recordaban que no estabas solo y que los veranos eran de puertas y ventanas abiertas.

Recuerdo que nuestro vecino no hacía ruido, leía a los filósofos de los que yo todavía no había oído hablar: de hecho era profesor de filosofía en una ciudad de provincias, según supe después. Mi padre, al final de aquel verano, comenzó a hablar con él con palabras que ellos entendían y que nacían de una mutua admiración, que era casi sagrada.

Pasó el invierno, llegó el verano y mi padre se mostraba pletórico porque iba a ver a su amigo, ese hombre que se situaba más allá del bien y del mal, al entender que el bien y el mal eran conceptos para clasificar y no para educar. Aquel segundo verano mi padre y el hombre paseaban y hablaban y se les veía felices, porque se admiraban en la vanidad de saberse únicos y especiales en esos veranos de puertas y ventanas abiertas donde todo eran gritos y carcajadas al sol.

El verano acabó y el invierno dio paso a un nuevo verano y mi padre volvía a estar feliz al saber que iba a ver a su «viejo amigo», así se refería a él. Recuerdo que llegamos al pueblo costero con el coche repleto de equipaje, pero nuestro vecino no estaba y lo único que encontró mi padre fue una carta que había sido lanzada por debajo de la puerta: «Eres la primera persona en el mundo por la que siento admiración y sé que si perdura nuestra amistad, tú perderás la inocencia que te hace único, porque tus palabras brotan de un lago salvaje y libre y no del fango y la mentira en la que vivimos instalados casi todos los mortales».

Aquel verano fue triste, pero pasó y mi padre no volvió a ver a ese hombre gracias al cual mantuvo intacta su inocencia de la admiración, para que de esa forma sus palabras siguieran brotando de un lago libre y salvaje, lejos del fango y de la mentira.

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