No entiendo nada
196 días. Seis meses y medio. Es el tiempo que hemos permanecido en el último estado de alarma. El primero lo decretó el Gobierno de Pedro Sánchez en marzo de 2020. Fue un momento histórico. Varias generaciones conoceríamos a partir de entonces circunstancias inéditas: toque de queda, restricciones en la movilidad, horarios férreamente controlados y presencia policial en cada esquina.
Una pandemia bien vale un estado de alarma. Y medidas excepcionales. Y una mayor responsabilidad y preocupación por el bienestar colectivo. Pero esos sentimientos iniciales han ido dejando paso a otros ya de sobras conocidos: fatiga, hartazgo, cabreo. Ciudadanos, trabajadores esenciales, hosteleros, empresarios, autónomos… nadie se ha librado de pasar por alguno de esos estadios emocionales. Ni los políticos, me atrevería decir.
En todos estos meses hemos pensado que saldríamos reforzados como sociedad -los que hemos tenido la suerte de sobrevivir- de esta crisis mundial. Pero la triste realidad es que, a la mínima, hemos sacado provecho de la situación, punta a las restricciones y petróleo a la escasez. En cuanto las administraciones han relajado las medidas nos hemos lanzado a ir a ver a la familia entre dudosas medidas de seguridad y movido por las provincias para disfrutar de puentes festivos sin ser totalmente conscientes de la realidad. Hemos surfeado olas como hemos podido y ahora, con la vacunación en marcha y la puerta de salida cada vez más abierta, nos echamos a perder del todo.
La medianoche del sábado al domingo terminaba esta situación excepcional administrativa en España que era el Estado de Alarma pero no la sanitaria. Todos lo sabemos. Seguimos con fallecidos, contagios y ucis saturadas. Personas que han recibido, incluso, una dosis de la vacuna, se están contagiando e ingresando en los hospitales. Una médica intensivista me contaba hace unos días que es «como morir en la guerra con la última bala».
La paciencia es la madre de la ciencia. Vaya que sí. Y la impaciencia puede ser nuestra perdición. Ver cómo cientos de personas celebraban en plazas y calles de distintas ciudades el fin del estado de alarma me ha generado mucha tristeza. Y decepción. Y rabia. Cantando, sin mascarilla, bebiendo, abrazándose, incluso. Bien pegadas, bien juntas. Y no todas eran jóvenes. Muchos de esos imprudentes habrán criticado estos meses la gestión del Gobierno, su incoherencia y su irresponsabilidad en algunas cuestiones. Y con razón. Pero ahora que el comportamiento individual es una elección y no una obligación esto es lo que demuestran. En cinco minutos han puesto punto final a quejas y reivindicaciones. No entiendo nada. Cada vez menos.
La paciencia es la madre de la ciencia y la impaciencia puede ser nuestra perdición