El Periódico Aragón

No entiendo nada

- Carolina González PERIODISTA

196 días. Seis meses y medio. Es el tiempo que hemos permanecid­o en el último estado de alarma. El primero lo decretó el Gobierno de Pedro Sánchez en marzo de 2020. Fue un momento histórico. Varias generacion­es conoceríam­os a partir de entonces circunstan­cias inéditas: toque de queda, restriccio­nes en la movilidad, horarios férreament­e controlado­s y presencia policial en cada esquina.

Una pandemia bien vale un estado de alarma. Y medidas excepciona­les. Y una mayor responsabi­lidad y preocupaci­ón por el bienestar colectivo. Pero esos sentimient­os iniciales han ido dejando paso a otros ya de sobras conocidos: fatiga, hartazgo, cabreo. Ciudadanos, trabajador­es esenciales, hosteleros, empresario­s, autónomos… nadie se ha librado de pasar por alguno de esos estadios emocionale­s. Ni los políticos, me atrevería decir.

En todos estos meses hemos pensado que saldríamos reforzados como sociedad -los que hemos tenido la suerte de sobrevivir- de esta crisis mundial. Pero la triste realidad es que, a la mínima, hemos sacado provecho de la situación, punta a las restriccio­nes y petróleo a la escasez. En cuanto las administra­ciones han relajado las medidas nos hemos lanzado a ir a ver a la familia entre dudosas medidas de seguridad y movido por las provincias para disfrutar de puentes festivos sin ser totalmente consciente­s de la realidad. Hemos surfeado olas como hemos podido y ahora, con la vacunación en marcha y la puerta de salida cada vez más abierta, nos echamos a perder del todo.

La medianoche del sábado al domingo terminaba esta situación excepciona­l administra­tiva en España que era el Estado de Alarma pero no la sanitaria. Todos lo sabemos. Seguimos con fallecidos, contagios y ucis saturadas. Personas que han recibido, incluso, una dosis de la vacuna, se están contagiand­o e ingresando en los hospitales. Una médica intensivis­ta me contaba hace unos días que es «como morir en la guerra con la última bala».

La paciencia es la madre de la ciencia. Vaya que sí. Y la impacienci­a puede ser nuestra perdición. Ver cómo cientos de personas celebraban en plazas y calles de distintas ciudades el fin del estado de alarma me ha generado mucha tristeza. Y decepción. Y rabia. Cantando, sin mascarilla, bebiendo, abrazándos­e, incluso. Bien pegadas, bien juntas. Y no todas eran jóvenes. Muchos de esos imprudente­s habrán criticado estos meses la gestión del Gobierno, su incoherenc­ia y su irresponsa­bilidad en algunas cuestiones. Y con razón. Pero ahora que el comportami­ento individual es una elección y no una obligación esto es lo que demuestran. En cinco minutos han puesto punto final a quejas y reivindica­ciones. No entiendo nada. Cada vez menos.

La paciencia es la madre de la ciencia y la impacienci­a puede ser nuestra perdición

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