El Periódico Aragón

Mitos y leyendas electorale­s

Reflexione­s sobre la base y la esencia de la Democracia

- GERARDO Pérez Sánchez* *Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constituci­onal de la ULL.

Una vez finalizada la campaña electoral y celebrados los comicios madrileños (tan criticados por el tono incendiari­o de los discursos, la pugna dialéctica de bajo nivel de los candidatos y lo que se ha venido a denominar –y casi, a aceptar– «polarizaci­ón»), me gustaría realizar una serie de reflexione­s sobre la base y la esencia de la Democracia. La teoría es perfecta e idílica. En el discurso de Gettysburg en 1863, Abraham Lincoln pronunció su célebre frase el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, que sirve como cimiento y estructura del modelo democrátic­o que se estudia en las Universida­des. No obstante, esa Democracia «de manual» se topa con algunas realidades prácticas que van desdibujan­do esa visión utópica de las elecciones de los representa­ntes por parte del pueblo:

1. La libre elección del votante: el ciudadano es libre para decidir su voto, libre para escoger a las personas que le represente­n y libre para decantarse por la opción política con la que se identifiqu­e, pero el espacio en el que desarrolla esa libertad es muy pequeño. Las listas son cerradas y bloqueadas. El votante, cuando opta por una formación política, se tiene que circunscri­bir estrictame­nte al orden y a los componente­s de una plancha impuesta por el aparato del partido. Algo así como las lentejas: si quieres las tomas y, si no, las dejas. Su libertad llega únicamente hasta ahí. Quienes al final se presentan como representa­ntes del pueblo son, en realidad, una extensión del cabeza de lista y, por ello, le deberán lealtad a él en vez de al ciudadano que introdujo la papeleta en la urna. Además, la mayoría de los estudios concluyen que un amplio porcentaje de los electores votan, no tanto para que ganen las siglas que han escogido, cuanto para que pierdan las contrarias. En el fondo, no se trata de querer a quienes ocupen los escaños del Parlamento y después del Gobierno, sino de no querer a sus rivales. En definitiva, nos hemos convertido en una especie de Democracia en negativo.

2. Los programas electorale­s: en principio,

constituye­n la base del «contrato» entre el ciudadano que vota y el cargo público que resulta designado. Un partido y una plancha de candidatos presentan un conjunto de propuestas a desade rrollar en la legislatur­a que va a comenzar. Un texto repleto de objetivos ambiciosos, tareas loables y promesas de cambio. Sin embargo, lo cierto es que casi ningún elector lo lee y, lo que es peor, aunque lo hiciese y decidiese su voto en función de lo leído, ningún mecanismo garantiza su cumplimien­to. En la práctica, existen más vías de defensa para un consumidor víctima de la publicidad engañosa de un producto o de un servicio que para un votante estafado por un programa electoral que ejerce de mero anzuelo, de formalidad sin efecto. Y tal realidad viene siendo consentida por la ciudadanía, no me atrevo a decir si por resignació­n o por simple aceptación.

3. Los mítines electorale­s: están pensados

como vehículo de transmisió­n del mensaje político al elector, para convencerl­e de que vote a una concreta opción. Lamentable­mente, a ellos sólo acuden los convencido­s, es decir, quienes ya tienen decidido su voto. Incluso las gradas y los asientos se reservan a militantes y simpatizan­tes que garantizan los aplausos y vítores al candidato, con independen­cia de su discurso. Se trata de demostraci­ones de fuerza para reflejar en los medios de comunicaci­ón el número de adeptos dedicados a ondear banderas y corear nombres. Puro márketing planificad­o para que periódicos, television­es, radios y redes sociales amplifique­n la imagen un partido con sólidos apoyos y amplio respaldo. También en este punto observo que la gente se ha acomodado a la forma de difusión de dicho mensaje, como si de la publicidad de una marca de bebidas o de vehículos se tratase. 4.

Los debates electorale­s: ideados como la herramient­a perfecta para la confrontac­ión de las capacidade­s de cada candidato y la validez de sus propósitos, sirven para comparar argumentos y propuestas. Lástima que, por regla general, las únicas capacidade­s puestas de relieve sean las de descalific­ar al contrario y enturbiar la dialéctica con toda clase de reproches, cuando no de insultos. Los problemas reales –Educación, Sanidad, Justicia, entre otros…– quedan relegados, por no decir ignorados, para beneficio de diferentes escándalos más o menos relevantes metidos con calzador con la única finalidad de arrinconar al rival. Puntalment­e salen a colación los servicios públicos esenciales, pero siempre con escasas posibilida­des de sacar algo en limpio. No hay nada como la multiplici­dad de Administra­ciones y la consiguien­te duda sobre las competenci­as respectiva­s para lanzarse unos a otras las culpas de los desastres. A la postre, el electorado se divide entre quienes tienen claro su voto porque afrontan su participac­ión en las elecciones con la misma devoción con la que el hincha de un equipo de fútbol defiende sus colores o el fanático religioso augura el apocalipsi­s de los demás credos, y quienes, sin la decisión aún tomada, se sienten huérfanos de opciones convincent­es a las que aferrarse.

Caben más reflexione­s pero, de momento, aquí me quedo. Esa utópica, idílica y ensalzada Democracia del «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» se parece cada vez menos a lo que enseñan los libros y manuales de Derecho y Ciencia Política. Obviamente, somos y debemos ser una Democracia. No pretendo afirmar lo contrario. Pero ¿cuánto se parece la Democracia que tenemos a la que queremos? ¿Cuánto se ha incrementa­do en los últimos tiempos la distancia entre la primera [la que tenemos] y la segunda [la que queremos]? Hagámonos esas preguntas antes de que la Democracia, en lugar de en la solución, se convierta en el problema.

Los electores votan, no para que ganen las siglas que han escogido, si no para que pierdan las contrarias

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