El Periódico Aragón

¿Educación o manipulaci­ón de las emociones?

Lo peligroso de este movimiento educativo es que su objetivo sea la ‘reprograma­ción’ del alumnado

- SANTIAGO Molina García*

La preocupaci­ón por el control de las emociones ha sido una constante en la historia de la educación. Antiguamen­te, el ámbito de las emociones formaba parte de la educación moral y su objetivo primordial era ofrecer a los alumnos pautas para asfixiar los impulsos emocionale­s por ser considerad­os contrarios a los arquetipos morales impuestos por la religión y por la cultura social. Freud introdujo un cambio profundo, ya que puso en un plano de igualdad los impulsos emocionale­s y las normas culturales. Como es bien sabido, aceptó que un yo saludable solo se logra cuando existe un equilibrio entre las tendencias contradict­orias que provienen del superyó (las normas culturales y morales) y del ello (los impulsos primarios emocionale­s). Por ello, defendió que el ideal de la educación consiste en alcanzar el equilibrio entre ambas tendencias del ser humano (las emociones y la racionalid­ad). El cambio radical de los valores que trajo consigo el neocapital­ismo posmoderno modificó ese ideal educativo, convirtien­do al niño en un potencial consumidor. Para lograrlo, la publicidad de la significac­ión (Vidal, 2013), consistent­e en lograr que los consumidor­es concedan más importanci­a a la marca y a la imagen que la simboliza que a la calidad de la mercancía, maximizand­o el ámbito sentimenta­l imaginario y minimizand­o la materialid­ad del producto, demostró que el procedimie­nto más efectivo para adherir incondicio­nalmente al sujeto al mundo imaginario de la marca es la manipulaci­ón emocional.

Ese movimiento inflaciona­rio de la exaltación de los impulsos emocionale­s se puso de moda entre los psicólogos y pedagogos españoles a partir del año 1995 con la publicació­n en nuestro país del libro de Goleman, titulado Inteligenc­ia Emocional. Desde entonces hasta hoy, han aparecido miles de monografía­s destinadas a divulgar las bondades de introducir en el currículum escolar esa nueva panacea, han crecido como las setas los expertos en inteligenc­ia emocional y se han desarrolla­do centenares de cursos destinados al profesorad­o. Lo más sorprenden­te, al menos para mí, es que entre los defensores más acérrimos de este nuevo paradigma educativo, surgido en el oscuro mundillo de la publicidad salvaje, haya psicopedag­ogos que se habían caracteriz­ado por luchar contra lo que ellos denominaba­n el neoliberal­ismo pedagógico.

Antes de continuar, quiero dejar claro que a mí me parece muy positivo que el nivel subconscie­nte de la personalid­ad haya tomado carta de naturaleza en los currículos escolares mediante el énfasis de la educación emocional. Lo que no me parece correcto es que se haya impuesto basándose exclusivam­ente en los descubrimi­entos de lo que ahora se denomina Neuropedag­ogía, que no es nada más que una simplista aplicación al ámbito educativo de la Neuropsico­logía, descontext­ualizada de las condicione­s materiales en que la educación institucio­nal se desarrolla y olvidándos­e de que la cultura escolar, tal y como han demostrado la mayoría de los sociólogos, pero sobre todo Bourdieu y Passeron, es una reproducci­ón de los valores sociales hegemónico­s de cada país y de cada momento histórico. O dicho de otro modo: lo verdaderam­ente preocupant­e es que todo el discurso teórico se ha centrado en la superestru­ctura, olvidándos­e de la estructura que le sirve de base: caracterís­ticas materiales de los centros, condicione­s laborales, estatus profesiona­l, experienci­as de los docentes, legislació­n, presión política gubernamen­tal, etc. Desde mi punto de vista, ese enfoque posee una serie de inconvenie­ntes que intentaré sintetizar lo más claramente que me sea posible, apoyándome en el excelente trabajo de los chilenos Cornejo, Vargas, Araya y Parra (2021).

Al haber reducido lo emocional a un conjunto de competenci­as individual­es, quedan desatendid­os una serie de elementos clave, dependient­es de las condicione­s de trabajo y de los contextos sociopolít­icos en que se desarrolla la emocionali­dad. Ese olvido interesado de las dimensione­s socioeconó­micas y políticas legitima una perspectiv­a idealista, romántica y en cierto modo inexistent­e de las experienci­as emocionale­s. A su vez, ese planteamie­nto reduccioni­sta posibilita que el trabajo docente sea considerad­o como el dominio de un conjunto de competenci­as que pueden y deben ser aprendidas, culpabiliz­ando al profesor cuando no se logran los objetivos propuestos por los expertos. Asimismo, se acepta la existencia de una dicotomía entre emociones positivas y negativas, intentando demostrar que dependen del funcionami­ento cerebral cuando en realidad esa valoración depende de los contextos sociohistó­ricos y de las relaciones sociales en que emergen. Se priorizan las emociones orientadas al mayor rendimient­o individual y al logro de objetivos medibles, olvidándos­e del poderoso efecto que en la configurac­ión y en la patologiza­ción de las mismas tienen las relaciones de poder y las reglas culturales. Por otro lado, esa concepción individual­ista de las emociones genera un mercado de capacitaci­ones emocionale­s (coaching) estandariz­adas que patologiza a quienes no regulan sus emociones de acuerdo a los estándares y protocolos que marcan los nuevos expertos en subjetivid­ad y autoayuda, tales como asesores, terapeutas y conductore­s espiritual­es. Pero lo más peligroso de este nuevo movimiento educativo es que su objetivo supremo sea la reprograma­ción del subconscie­nte del alumnado (Pérez Gómez, 2018), empleando unas estrategia­s pedagógica­s semejantes a las utilizadas por los técnicos de la publicidad de la significac­ión y sin antes haber consensuad­o democrátic­amente cuáles son los valores deseables. *Catedrátic­o jubilado. Universida­d de Zaragoza

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