Patentes y salud pública
Los gobiernos de varios países posibilitaron el desarrollo de vacunas que explotan laboratorios
No han podido ponerse de acuerdo los países a los dos lados del Atlántico sobre la liberación de las patentes de las vacunas que reclama ahora el presidente Joe Biden en beneficio del mundo en desarrollo.
Los europeos, también con un fuerte lobby farmacéutico detrás, insisten en que los Estados Unidos deberían dar ejemplo permitiendo la exportación de todas las vacunas que la superpotencia ha estado todo este tiempo acaparando.
Como hizo en su día con el tratamiento para el sida, la gran industria farmacéutica no quiere renunciar a los enormes beneficios económicos que representa ese monopolio.
Argumenta que sólo así podrá seguir investigando nuevos fármacos aunque olvida fácilmente que las vacunas aprobadas tanto en Europa como en EEUU solo han sido posibles gracias a las enormes subvenciones públicas.
Como señala la economista italo-estadounidense Mariana Mazzucato, las empresas del sector tratan al Estado solo como cliente, como adquiriente de sus fármacos cuando la mayoría de las substancias utilizadas en la producción se desarrollaron con el dinero de los contribuyentes.
Mazzucato pone dos ejemplos: los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU trabajaron durante diez años en el desarrollo del sofosbuvir, medicamento utilizado en el tratamiento de la hepatitis crónica.
Hecho ya el trabajo gracias a las subvenciones públicas, unos laboratorios privados, Gilead Sciences, adquirieron la patente y ahora piden 84.000 dólares por un tratamiento de doce semanas.
También otro de los primeros fármacos antivirales, el remdesivir, pudo beneficiarse de unos 70,5 millones de dólares en ayudas públicas. Y ahora Gilead cobra 3.120 dólares por una dosis de cinco días.
En opinión de Mazzucato, más que de una relación simbiótica, entre el sector
!Qué lejanos parecen los tiempos en los que Alexander Fleming se negó a patentar el descubrimiento de la penicilina!
privado y el público, habría que hablar de una de tipo parasitario.
En la actual pandemia del covid-19, los gobiernos de varios países posibilitaron con la inyección de 8.500 millones de dólares el desarrollo de vacunas que ahora explotan comercialmente los laboratorios privados.
Según la citada economista y directora del Instituto para la Innovación y Propósito Público, del University College de Londres, hace falta un nuevo «contrato social que anteponga la creación de valor a la maximización de los beneficios» y que invierta no en determinadas empresas o sectores sino en el «bien común».
No lo ven, sin embargo, así las empresas farmacéuticas: así, el alemán Ingmar Hoerr, fundador de CureVac, uno de los laboratorios que ha desarrollado una vacuna contra el coronavirus, se declara firme defensor de las patentes.
«No se puede obligar a una empresa a hacer público todo el saber duramente acumulado durante años de trabajo. Tendría consecuencias fatales para la ciencia y la medicina en su conjunto», protesta Hoerr.
«¿Quién iba e invertir a partir de ahora en la investigación de nuevos medicamentos y terapias si al final tuviese que regalarlos?», se pregunta, en declaraciones al diario Frankfurter Allgemeine, ese empresario.
Hoerr acusa además a EEUU de estar impidiendo, por interés nacional, la exportación de substancias químicas que necesitan los laboratorios de otros países para continuar su producción de vacunas.
¡Qué lejanos parecen los tiempos en los que un médico como el escocés Alexander Fleming se negó a patentar su gran descubrimiento –la penicilina– con el argumento de que no había inventado nada!
Por cierto que si el doctor Fleming, Nobel de Medicina en 1945, renunció altruistamente a la patente, el microbiólogo estadounidense Andrew Moyer logró un total de cuatro para la producción masiva de ese antibiótico que iba a salvar millones de vidas en todo el mundo, patentes que comprarían en 1959 tres grandes laboratorios. *Periodista