Luz incierta para los sentidos y el sentido
Está repleto Tragaluz, el poemario de Diego Llorente que han publicado las Prensas de la Universidad de Zaragoza, de notas sensoriales que hacen interpretar el mundo, aunque el autor no se conforma con que lo que percibe le seduzca fácilmente, a pesar de llenar los sentidos: la vista y el oído pero también el tacto, soporte en numerosas ocasiones de esa transacción con la realidad. El poeta no se limita a dejar que el mundo se le muestre mientras lo contempla como si fuera dentro de un tren en marcha (mientras un perro ladra a su paso, como apunta en un poema), y cambia de perspectiva: «Fiarse antes de la vista / que de la visión», dice en otro momento.
Estas frases que ordenan o definen abundan en Tragaluz, un libro que se lee casi como un manual de actitudes. Hay un requerimiento continuo, una apelación al “tú” algo perentoria que confiere punta y filo a los poemas, y eso se traduce en una poesía impaciente, de verso corto y sesgado que atraviesa la página con velocidad peligrosa en un camino sin descanso «donde morir / es mera maniobra / de distracción». Es una llamada a la acción en la que sin embargo no se acaba de distinguir entre quien hace y es hecho: «El barro moldea tus manos» es un verso que puede resumir bien el estado en el que se encuentran quienes moran en estos poemas.
Pero no son los seres los únicos en los que aflora la indefinición, y las propias palabras y las voces caen bajo ese extrañamiento: «Repites palabras en alto / pretendiendo darles / peso y forma: / varal, arpillera, hendidura», dice Diego Llorente en una enumeración que seguramente poco tiene de caótica.
Y como nexo entre los sentidos y el sentido queda la luz, que también se diluye en su contrario, una oscuridad capaz de descubrir «pueblos nuevos remachados contra la colina / barcas felices sobre el azul / canciones nuevas». Y entonces cobra nuevos alcances ese tragaluz que ilumina el libro desde su título, que tanto derrama luz como la traga. ‘TRAGALUZ’ Diego Llorente
Como ya asoman los calores, incluso en los universos paralelos como el nuestro, el ama de llaves repartió órdenes ayer para que se limpiaran todas las chimeneas del hotel, empezando por las del lounge, y se aceitaran luego las rejillas. Ocupados en esas estábamos, sin partirnos el lomo, cuando escuchamos un grito tan agudo como una espina: «¡Socorro, socorro! ¡Vengan aquí, por el amor del cielo!». Acudimos en tropel hacia la habitación de los alaridos, donde la atribulada doncella señalaba el bulto que acababa de hallar en el suelo, sin atreverse a mirarlo de frente: una pila de cenizas grasientas, un buen montón, como si un tronco de roble se hubiera escapado de la lumbre para arder en solitario sobre la moqueta; junto al cúmulo todavía humeante, unas pantuflas de caballero, del número 44, con iniciales bordadas. El ama, la envarada Danvers, no necesitó explicaciones para atisbarlo enseguida: «Pobre huésped –dijo–, se ha consumido en su propio fuego».
Sí, incrédulos amigos. Aquí, en el Cadogan, decimonónicos y habituados a la extrañeza, seguimos creyendo en los espíritus y en la güija, en las mesas parlantes, la telepatía y el mesmerismo, e incluso en el Euromillón y otros fenómenos inexplicables como ¡la combustión