El Periódico Aragón

No nos extrañaría en absoluto la presencia de uno o varios cadáveres nutricios en el subsuelo

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La casa de nuestra madre (Our mother’s house, 1963), de Julian Gloag, publicada hace poco por Perla Ediciones, nacida en México en el año del covid con la intención de especializ­arse en literatura fantástica, horror sobrenatur­al y esas atmósferas irresistib­les que erizan el espinazo. La historia arranca en un suburbio londinense, en un destartala­do caserón victoriano, donde siete hermanos, entre los 13 y los 4 años, cuidan de su mamá enferma hasta que exhala el último suspiro. Aterrados por la posibilida­d de acabar en un orfanato de resabios dickensian­os — sermón, látigo, gachas de avena—, los niños deciden sepultarla en el jardín y seguir la vida como si nada, fingiendo ante los vecinos y en la escuela, hasta que un buen día aparece el padre.

En el cine bordó el papel Dirk Bogarde, en la película homónima de Jack Clayton, que en España se tituló A las nueve cada noche (ojo, está en Filmin). Es a esa hora cuando los niños invocan el espíritu de la madre, una fundamenta­lista religiosa, quien les indica qué deben hacer o deshacer.

Algunos años después, concretame­nte en 1978, Ian McEwan publicó su primera novela con idéntico detonante, si bien, en este caso, el cadáver de mamá acaba metido en un cofre, cubierto de hormigón. Se armó un tremendo revuelo mediático cuando Gloag lo acusó de plagio, y aunque McEwan lo negó siempre, tampoco nos importa demasiado, pues su novela es igualmente buena. ¿Leyó la de su colega y absorbió la trama sin darse cuenta? ¿O no la tocó jamás? Eso permanecer­á por siempre jamás enterrado en su Jardín

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