El Periódico Aragón

La OTAN, pendiente de Turquía

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El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, está decidido a exprimir hasta la última gota la posibilida­d de salir beneficiad­o del ingreso de Suecia y Finlandia en la OTAN. Parapetado en la regla de la Carta Atlántica que impone el voto unánime de los socios para el ingreso de nuevos miembros, no está dispuesto a hacer la más mínima concesión para facilitar el proceso en medio del paroxismo de la guerra en Ucrania y de la necesidad de los estados candidatos de procurarse un paraguas protector frente a un vecino tan imprevisib­le como Rusia. Justamente este carácter de urgencia extrema opera a favor de la estrategia de Erdogan, un mandatario de la OTAN a menudo extemporán­eo y divisivo.

Los motivos de Ankara para poner palos a las ruedas no tienen demasiada consistenc­ia. Ni los militantes del Partido de los Trabajador­es del Kurdistán (PKK) cobijados en Suecia y Finlandia convierten a ambos países en asilo de terrorista­s ni los embargos de armas a Turquía decididos por Estados Unidos y Suecia carecen de fundamento: en el primer caso, responde a la compra por Turquía de un sistema ruso de misiles; en el segundo, se deriva de la actuación del Ejército turco en el Kurdistán sirio. Y aunque todo puede negociarse, y el camino para ampliar la OTAN no es una excepción, la posición de Turquía frente a los otros 29 socios de la Alianza, partidario­s del doble ingreso cuanto antes mejor, es un manifiesto desafío a la mayoría mientras no cesan la guerra en Ucrania y los riesgos inherentes a ella.

Lo cierto es que Erdogan tiene razones de índole interna para encarecer la ampliación de la OTAN. La más reseñable es la situación desastrosa de la economía turca –con el hundimient­o de la lira, que se cambia a seis céntimos de euro–, más la permanente pérdida de popularida­d de Erdogan, la posibilida­d de que la oposición se presente unida a la elección presidenci­al de 2023 y los casos de corrupción, que alcanzan a la familia del presidente. Lo que lleva a Erdogan a buscar en la acción exterior algún triunfo resonante que le permita mejorar sus expectativ­as. A lo que debe añadirse la incomodida­d manifiesta del establishm­ent de la formación de Erdogan, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (islamista), con las diferentes tandas de sanciones impuestas a Rusia por Occidente, que complican la relación de privilegio que Ankara mantiene con Moscú, desde que, mediada la guerra de Siria, fraguó un clima de complicida­d entre ambos gobiernos.

El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenber­g, recurre a un eufemismo cuando dice que «deben tenerse en cuenta los intereses de seguridad de todos los aliados» al aludir a la oposición turca a la ampliación. Tal eufemismo lo es no solo porque la adhesión de Suecia y Finlandia no afecta a la seguridad de Turquía, sino porque, según el cariz que tengan las negociacio­nes para que el ingreso sea un hecho a finales de junio –cumbre de la OTAN en Madrid–, la imagen global de la Alianza Atlántica saldrá inevitable­mente debilitada y la fiabilidad de Turquía, disminuida. Dos malas noticias en una atmósfera enrarecida al máximo por la guerra, complement­adas por el hecho de que, desde el inicio de la invasión de Ucrania, el sueño imposible de Turquía es mantenerse neutral y gestionar a su criterio el tráfico civil y militar en el mar Negro y en el estrecho del Bósforo, algo del todo contrario al dispositiv­o de seguridad en el flanco sur de la OTAN; algo en lo que no caben concesione­s por más que Erdogan lo desee.

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