Su color favorito y usaba los sombreros, más de 5.000, como si se tratase de la corona
para ello se enfundaba unos pantalones de montar, una americana de lana, las botas altas de agua y un pañuelo en la cabeza. Una imagen que dista mucho de los ostentosos vestidos que ha lucido a lo largo de su vida. Aunque el de coronación es majestuoso por la capa de terciopelo y la impresionante corona (según ella misma explicó, tuvo que aprenderse el discurso de memoria porque si hubiera bajado la cabeza al leer se hubiera partido el cuello por el peso de la joya); el de boda merece especial atención.
Cuando la princesa Isabel decidió casarse (1947), las consecuencias de la posguerra aún provocaban que la ropa se tuviera que adquirir a través de cartillas de racionamiento. Ella misma empezó a ahorrar cartillas, pero cuando el pueblo se enteró (los más fieles) empezaron a hacerle llegar las suyas para que la futura reina tuviera un vestido en condiciones. Se devolvieron todas las cartillas y Churchill accedió a concederle 200 cupones. Como el de coronación, el de novia también fue diseñado por Norman Hartnell, el modisto de la casa real de la época, y estaba inspirado en el cuadro La Primavera de Botticelli.
En 1992, contrató a Angela Kelly como asesora de imagen. Kelly, quien para la entrevista de trabajo en palacio vendió su lavadora y compró un vestido «elegante», acabó siendo la mejor amiga de su majestad y se mudó con ella a vivir después de la pandemia. Era tal su influencia que en 2018 la acabó convenciendo para dar nombre a un premio de la London Fashion Week y compartir front row con la reina de la moda, Anna Wintour.
Isabel II fue educada para reprimir sus emociones. En 70 años de reinado solo se ha emocionado en público en siete ocasiones, la última vez en marzo en una misa en recuerdo a su marido. Hasta hace poco, expresar los sentimientos se consideraba un signo de debilidad y vulgaridad en un líder (más si eras mujer y pretendías transmitir autoridad). Esa imagen de fría, distante y rígida se convirtió en un lujo y una pesadilla cuando murió Diana. Nadie entendía cómo la soberana podía mostrarse tan poco empática ante unos súbditos conmocionados por la dramática muerte de la princesa del pueblo.
Fueron finalmente los índices de popularidad de la corona tras el funeral de Lady Di los que le abrieron los ojos: los tiempos habían cambiado y necesitaba a un equipo de comunicación que renovara el mensaje de una institución anacrónica. De ahí que en 2012 accediera a ser rescatada por James Bond para llegar a tiempo a la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres o que, más recientemente y de manera encantadora, hiciera un cameo con el oso Paddington para dar paso a golpe de cucharilla de té al We will rock you de Queen en el concierto musical por su jubileo de platino.
Actualmente, ocho de cada diez británicos la veían con buenos ojos. Sin duda, la reina.