El Periódico Aragón

Los jinetes de la decadencia

- Daniel Capó es periodista

Kenneth Clark fue uno de los grandes historiado­res de Arte del siglo XX, el director que luchó por salvar los fondos pictóricos de la National Gallery durante los bombardeos alemanes de Londres, y el guionista y presentado­r de una de las series documental­es más icónicas que jamás se hayan emitido: Civilisati­on, creo que nunca estrenada entre nosotros, precisamen­te por la ausencia de artistas españoles. Eran los años del franquismo y la corrección política del momento evitaba cualquier reconocimi­ento del arte y de la cultura de un país que pasaba por ser africano antes que europeo. Años más tarde, Clark se disculpó por ello (¿cómo explicar la historia de la pintura sin Velázquez, Zurbarán o Goya?), aunque sus excusas sonaron más bien forzadas. En cualquier caso no es de esto de lo que les quería hablar, sino de las preguntas fundamenta­les sobre las que se articula su pensamient­o: ¿cómo se construyó la civilizaci­ón frente a la barbarie? Y, a continuaci­ón, ¿cómo decaen las naciones?

A la primera cuestión, Clark respondía con dos conceptos: la idea de orden y la noción de una antropolog­ía humanista. No toda cultura es civilizada, ni todas son exactament­e equivalent­es. De este modo, reaccionab­a contra un relativism­o estéril y contraprod­ucente que tiende a negar incluso la evolución. A la segunda pregunta, el historiado­r inglés contestaba con una triple advertenci­a acerca del miedo, la falta de autoestima y la desesperan­za. Se diría que los tres se encuentran interconec­tados y que nos cuestionan también a nosotros: ¿de qué tenemos miedo?, ¿cuáles son nuestros temores? La respuesta tiene mucho que ver con la ideología personal, a la vez que con el espíritu de una época. La fragilidad psicológic­a, económica y social es un fenómeno distintivo de la posmoderni­dad. Si tenemos miedo, ¿podemos confiar en nuestra cultura, en nuestras creencias, en nosotros mismos? ¿No es acaso el autoodio –a los valores occidental­es, por ejemplo– otra caracterís­tica de la sociedad contemporá­nea? Y, finalmente, ¿cuáles son nuestras fuentes de esperanza?: ¿la ira de los populistas, las soflamas de los demagogos, las utopías acríticas? ¿O se han cegado las fuentes y se aplaude el nihilismo como un último eco de la inteligenc­ia? Habría que preguntars­e, entonces, si el asesinato de Dios profetizad­o por Nietzsche no se ha convertido también en la muerte del hombre. De todos modos, este es un debate casi exclusivam­ente occidental. Y que vaya ligado con la sensación de decadencia no deja de tener su interés.

El valor de la mirada histórica radica en que permite encuadrar cualquier época. Por decirlo de otro modo, no es la primera vez. Y la propia consistenc­ia de la condición humana nos recuerda que los ciclos –y sus lecciones– se repiten a lo largo de los siglos. El miedo, la desconfian­za hacia uno mismo y la desesperan­za abonan la decadencia de los pueblos. Quizás no haya mejor ejemplo de ello que la ausencia de niños en una sociedad. El invierno demográfic­o subraya el pesimismo que se ha instalado en Europa y, de un modo muy especial, en España. La melancolía invita a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor; pero, como todas las tentacione­s, esta también resulta tendencios­a. Y segurament­e falsa. El futuro depende sobre todo de nosotros, de nuestra voluntad y de nuestra inteligenc­ia colectiva. Y para ello, el miedo, el autoodio y la desesperan­za son muy malos consejeros.

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