Un alegato por la política
Muchos algoritmos son incapaces de comprender la sociedad, con lo que incrementan la discriminación racial o de género
La política fracasa cuando creemos que podemos arreglárnoslas sin ella, cuando no nos la tomamos en serio y cuando intentamos reprimirla, sofocarla o prohibirla. Por mucho que lo intentemos, nuestras inevitables y necesarias diferencias no van a desaparecer por sí solas. Cualquier pretensión de sustituirlas por la pureza y la claridad de una solución única o un líder carismático está condenada irremisiblemente al fracaso, porque seguiremos discrepando, pero lo más grave es que habremos eliminado la posibilidad de expresarnos o de actuar en función de esa discrepancia.
No escasean los libros pontificando que nuestros problemas globales –la crisis climática, la desigualdad, la guerra...– pueden solucionarse al margen de la política: viviríamos mejor gracias a la tecnología o los mercados, entregando nuestra confianza en un liderazgo fuerte. Deberíamos ser conscientes de la trascendencia de la política con vistas a conseguir nuestras metas colectivas, como también que una política equivocada, por exceso o defecto, puede alejarnos todavía más de nuestros sueños de futuro.
Las alternativas de la política únicamente pueden generar grandes frustraciones. Una rama del tecnoliberalismo considera que los políticos, los burócratas e incluso los votantes son un obstáculo para el progreso. Si los políticos no se empecinaran en regular las empresas tecnológicas, estas podrían innovar para solucionar nuestros problemas. La violencia global podría reprimirse mediante la vigilancia omnisciente desde un satélite. El cambio climático podría solucionarse recurriendo a la geoingeniería. Lo que hay que hacer es dejar en paz a la gente inteligente para que encuentre las soluciones.
Las soluciones tecnológicas funcionan cuando actúan sobre un objeto que no puede responder. De momento, las personas somos más inteligentes que los ordenadores. Los algoritmos muchas veces fracasan, ya que podemos manipularlos o esquivarlos. Y muchos algoritmos son incapaces de comprender la sociedad, con lo que incrementan la discriminación racial o de género, ya suficientemente existente. Además las soluciones tecnológicas suelen ser antidemocráticas: pueden diseñar deseos y decisiones independientes. A su vez, si los seres humanos siguen teniendo el control, no podemos ignorar su voluntad. La política puede volver a imponer limitaciones rígidas a la tecnología, si lo quieren los votantes y los políticos.
Es una utopía la pretensión de acabar con la política a golpe de innovación.
Otra solución populista consiste en acusar a los políticos de entorpecer e inmiscuirse en el funcionamiento del mercado. Nos preocupa el precio de la vivienda. Dejemos que lo solucione el mercado. Nos preocupa el cambio climático. Pongamos precio al carbono y comerciemos con él. Mas los mercados no son perfectos, tenemos muchas pruebas de ello, y no solo por culpa de la intromisión de los gobiernos.
Últimamente se ha reavivado otra tendencia: el deseo de un líder fuerte que esté por encima de la bronca política. Quienes critican la política tradicional la acusan de ser un complot elitista para perjudicar al ciudadano de a pie. Las promesas políticas están para ser incumplidas por un líder que no tiene que respetar las reglas del juego. Esta pretensión pervierte los fundamentos más básicos de la política democrática: niega que haya distintas preferencias entre la población, y propugna el desmantelamiento y el rechazo de las propias instituciones y normas políticas, que mantienen unidas a las democracias estables. Un ejemplo. Trump instó a encerrar a sus oponentes políticos, a denunciar un falso fraude electoral y a invadir el Capitolio. Las instituciones son frágiles, pues están respaldadas por un Estado que en cualquier momento puede volverse contra ellas. Y las normas son todavía más frágiles. En España en los últimos años tanto las instituciones como las normas políticas han sido fuertemente dañadas. Mas el cuidado exquisito de ambas es quizá lo único que impide que la política fracase.
Las falsas certezas de los tecnólogos, los fundamentalistas del mercado y los profetas de izquierda o de derecha no pueden poner fin a nuestra necesidad de intercambiar promesas y proyectos comunes en relación a un futuro incierto. Y para eso la gran mayoría necesitamos la política. Los poderosos no la necesitan, tienen otros medios para defender sus intereses. En un mundo sin política nos ahorraríamos algunos sueldos, pero perderíamos nuestra representación los que no tenemos otro medio de hacernos valer. Tales prejuicios sobre la política son una reminiscencia del franquismo y conducen a que una actividad se considera execrable, porque se ha politizado.
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