La pulsión del río Guadalope
Venancio Rodríguez
Cuando llegamos a Aliaga (Teruel) el pasado domingo, pillamos al sol deshaciéndose en besos y abrazos con las hojas de los chopos cabeceros. Mientras éstos se mantenían gruesos, enhiestos, estáticos y dispuestos, yo me hice el desentendido y pasaba junto a ellos como si nada hubiera pasado. Su sed teñía el ambiente de un verde lechoso. En los remansos de los desorbitados ojos del Guadalope se reflejaba la mirada acuosa y lasciva del desenfreno. Después de su atrevida tropelía, el agua corría hacia abajo para fundirse en un libidinoso abrazo con el Pitarque y el Cañada. En el intervalo, acariciaba con las yemas de sus dedos los sinuosos muslos de las montañas, las redondeadas nalgas y pechos de las rocas de los órganos de Montoro, para con brío penetrar en las femeninas pozas que a su paso dejaba deshonradas. En el aire flotaban los efluvios de un aroma evocador a la par que excitante que nos traía recuerdos lujuriosos. Al terminar los estrechos de la Hoz Mala, bajo la cúpula de los sensuales bosques, se podía tocar aquella calidez que desprenden los cuerpos al friccionarse mutuamente. Solo la tibia brisa que por allí corría nos sacaba de nuestro febril trance.
Al llegar a las pasarelas de los Estrechos de Valloré nos percatamos de que el agua lamía con fruición el interior de sus piernas... Y como voyeurs contemplamos extasiados el reflejo en el río de su lencería fina color azul cielo jaspeado. Cuando llegamos a Montoro de Mezquita, nos tomamos unas cervezas bien frescas para rebajar el ardor que tal espectáculo en la libido me había provocado.