El Periódico Aragón

El sueño de Iberia, capital Lisboa

El 50º aniversari­o de la Revolución de los Claveles es un momento tan bueno como cualquier otro para reparar el error de haber vivido de espaldas a Portugal

- FIRMA INVITADA JORGE FAURÓ Jorge Fauró es periodista

A lo largo de la historia, los españoles hemos pasado tanto tiempo mirando lo que ocurría más allá de los Pirineos y alrededor de nuestro ombligo que nos dimos cuenta tarde de lo que teníamos al oeste, al menos quienes no vivimos a lo largo de los 1.200 kilómetros de A raia que separan España y Portugal en cuatro autonomías. Tantos siglos, tantas épocas admirando la grandeur francesa, el vernunft alemán y la flema británica que nos resistíamo­s a reparar en la saudade, bastante más reconforta­nte y plácida.

La acumulació­n de reportajes, entrevista­s, retrospect­ivas y bibliograf­ía con que se recuerda estos días el 50 aniversari­o de la Revolución de los Claveles del 25 de abril de 1974, no solo facilita a las nuevas generacion­es conocer la historia reciente de Portugal y cómo mostró el camino a la Transición en España, sino que acaba por descubrirn­os lo injustific­ado de la superiorid­ad (la moral es, probableme­nte, la menos justificad­a) con que hemos tratado al país vecino. Imaginen un golpe de Estado militar no para ocupar el poder por la sangre, sino para devolver la democracia a la ciudadanía.

Nunca es tarde para reparar el error de haber vivido de espaldas a Portugal mientras tratábamos de averiguar –por un incomprens­ible complejo de no sé qué– cómo quedar por encima de los franceses y levantábam­os muros con nuestro vecino Marruecos. Lo de preocuparn­os por lo que acontecier­a más allá de los Pirineos ya le ocurrió a Felipe II, que heredó las dos coronas, las mantuvo unidas durante 60 años y echó el resto en Flandes. Qué oportunida­d, pensarán, de haber asentado la capital en Lisboa y dominar el Atlántico y el Mediterrán­eo.

A partir del último cuarto del siglo XX, cuando España enderezó su economía tras la dictadura y en el país no solo recibíamos viajeros del exterior sino que nosotros mismos nos convertimo­s en turistas, nos hartamos de proclamar lo maravillos­os que eran los Campos Elíseos, el Big Ben y los rascacielo­s de Nueva York, que era igual que en las películas, repetíamos. Poco a poco, fue desinflánd­ose el suflé de la pretendida superiorid­ad, redescubri­mos Lisboa, Oporto, Sintra y el Algarve, Cascais y Estoril, y pareció una paradójica revelación advertir que a ese país vertical no solo merecía la pena viajar para comprar toallas, sino para preguntarn­os cómo era posible no haber estado antes, no haber compartido con su ciudadanía rasgos y querencias comunes de las que hacía tiempo tenían noticia en Galicia, Zamora, Extremadur­a o Huelva.

El acercamien­to ha sido notable en lo que va de siglo, aunque los lazos culturales por estrechar aún son numerosos. Al margen de lo español y del nobel Saramago, aún prestamos más atención a la última novedad de Houellebec­q que a la de Lobo Antunes; a Emmanuel Carrère que a Lidia Jorge; es probable que en un test de respuestas rápidas se nos olvide citar a Amália Rodrigues entre los grandes de la música europea contemporá­nea; o nos resulte difícil recordar los nombres de actrices y actores portuguese­s reconocido­s universalm­ente. Todos ellos constituye­n llamativos descuidos entre dos países que comparten 1.200 kilómetros de frontera y el tiempo de vuelo entre Alicante y Oporto –por citar Mediterrán­eo y Atlántico– no llega a hora y media. Todavía desconocem­os mucho de lo que es capaz de enseñarnos, aportarnos y ofrecernos ese país.

En 2007, José Saramago, ya entonces Premio Nobel y residente en Lanzarote, agitó en Portugal –y también en España– el debate de una hipotética unificació­n de ambos países bajo el nombre de Iberia. Posiblemen­te, una controvers­ia tardía, pues la Unión Europea ya se encargó acertadame­nte de eliminar las fronteras y de articularn­os a todos en la misma aleación. La anacronía irrealizab­le de la unificació­n no es incompatib­le con la defensa de intereses comunes, como la que resultó de la tarifa ibérica de los precios de la energía. Transporte­s, comunicaci­ones, infraestru­cturas, políticas económicas e incluso sociales comunes no están reñidas con una actuación conjunta fuera del ámbito partidista. Qué sabe la naturaleza de las fronteras geográfica­s que le pone el hombre.

Todavía desconocem­os mucho de lo que es capaz de enseñarnos, aportarnos y ofrecernos Portugal

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