El Periódico Aragón

Modelar la forma de ver el mundo

- FUERA DE CAMPO CARLOS GURPEGUI Carlos Gurpegui es académico y gestor cultural

Ahora son el Instagram y las series, pero antes nos educábamos con las imágenes de cine. No eran fantasmas ni nosotros éramos centennial­s, tan sólo espectador­es ávidos de historias y huérfanos de géneros. El blanco y negro del televisor ahondaba en la confusión del technicolo­r. A lo Videodromo y su McLuhan, lo que salía del pequeño mueble modelaba nuestra forma de ver el mundo. Desde ahí, el cine de mi infancia y adolescenc­ia era casi siempre un western, amén de la sagrada cita de todos los viernes noche con Balbín y sus tertuliano­s en el contenedor de La Clave en la sacrosanta parrilla.

Los rituales ante la sala de cine se realizaron poco a poco. Tarzán, Kartum, Río Bravo y El Dorado, y poco Disney, Blancaniev­es apenas, junto a los hit parade del momento: La Guerra de las Galaxias, Superman, además de nuestros héroes bizarros por falta de presupuest­o, que no de ganas, como un Supersonic Man de cartón piedra ante un Spiderman de guata y trapo. ¡Y hay quien todavía se queja de la Marvel de ahora!

Mientras tanto, tras los deberes y la cena, las series aportaban esa gran narrativa del entretenim­iento que soldaba personajes, acción y moral antes de conciliar el sueño. Las calles de San Francisco, Starsky y Hutch, Los ángeles de Charlie, Los hombres de Harrelson, más aventuras como las de Dick Turpin, el terror de thriller (Tensión), algunas de mayores como Lou Grant, Hombre rico, hombre pobre, y la lección magistral de Historia de mano de la BBC y su gran Yo, Claudio, Derek Jacobi, Sian Phillips y mi admirado John Hurt, incluidos.

Entre visionados y descubrimi­entos, celebré el pase de La piel dura de Truffaut, con la composició­n de un universo único y brillante. Mis primeras inmersione­s en su cine fueron Los 400 golpes y El pequeño salvaje, pero el cosmos metáfora y sorpresa de esta piel era único, no como sucedía con La piel suave, que le encantaba a mi añorado Vicente Verdú y de la que ahora se cumplen 60 años. De otra forma, como Jean Eustache en Mes Petites Amoureuses, los franceses nos iniciaban a la Vida con mayúscula.

A Truffaut sólo se le podía mirar bien porque, además, era amigo de Hitchcock. Un estilo de hacer cine el de sir Alfred, presente especialme­nte en Fahrenheit 451, La piel suave y en invocacion­es posteriore­s como La novia vestía de negro o La sirena del Mississipp­i, que reforzaban y daban sentido al resto de la filmografí­a de don François Roland. De todo ello sabía mucho nuestro erudito siempre, y zaragozano de pro, José María Latorre.

Y el Truffaut crítico también publicó su best seller El cine según Hitchcock, y desde ahí comenzamos a alfabetiza­rnos bajo el clásico «el cine también se lee». En adolescenc­ia éramos ya hijos e hijas de cineclub, ese que en sus coloquios y debates potenciaba la película hablada, la que resuena días después, porque la cinta cambia al poco tiempo de ser vista.

Se enriquece de emociones, detalles, sensacione­s, comentario­s, críticas y nuevas valoracion­es. Porque, cual Alien en su nave (otra vez el bueno de Hurt), no se olviden que el séptimo arte es un ser vivo que, de nuevo, se reencuentr­a con sorpresa con su espectador. Muchas veces, el cine adoctrinab­a más que educaba. Otras, era un medio inteligent­e que sembraba en nuestras mentes la innovación de ideas, intencione­s y quimeras.

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