Modelar la forma de ver el mundo
Ahora son el Instagram y las series, pero antes nos educábamos con las imágenes de cine. No eran fantasmas ni nosotros éramos centennials, tan sólo espectadores ávidos de historias y huérfanos de géneros. El blanco y negro del televisor ahondaba en la confusión del technicolor. A lo Videodromo y su McLuhan, lo que salía del pequeño mueble modelaba nuestra forma de ver el mundo. Desde ahí, el cine de mi infancia y adolescencia era casi siempre un western, amén de la sagrada cita de todos los viernes noche con Balbín y sus tertulianos en el contenedor de La Clave en la sacrosanta parrilla.
Los rituales ante la sala de cine se realizaron poco a poco. Tarzán, Kartum, Río Bravo y El Dorado, y poco Disney, Blancanieves apenas, junto a los hit parade del momento: La Guerra de las Galaxias, Superman, además de nuestros héroes bizarros por falta de presupuesto, que no de ganas, como un Supersonic Man de cartón piedra ante un Spiderman de guata y trapo. ¡Y hay quien todavía se queja de la Marvel de ahora!
Mientras tanto, tras los deberes y la cena, las series aportaban esa gran narrativa del entretenimiento que soldaba personajes, acción y moral antes de conciliar el sueño. Las calles de San Francisco, Starsky y Hutch, Los ángeles de Charlie, Los hombres de Harrelson, más aventuras como las de Dick Turpin, el terror de thriller (Tensión), algunas de mayores como Lou Grant, Hombre rico, hombre pobre, y la lección magistral de Historia de mano de la BBC y su gran Yo, Claudio, Derek Jacobi, Sian Phillips y mi admirado John Hurt, incluidos.
Entre visionados y descubrimientos, celebré el pase de La piel dura de Truffaut, con la composición de un universo único y brillante. Mis primeras inmersiones en su cine fueron Los 400 golpes y El pequeño salvaje, pero el cosmos metáfora y sorpresa de esta piel era único, no como sucedía con La piel suave, que le encantaba a mi añorado Vicente Verdú y de la que ahora se cumplen 60 años. De otra forma, como Jean Eustache en Mes Petites Amoureuses, los franceses nos iniciaban a la Vida con mayúscula.
A Truffaut sólo se le podía mirar bien porque, además, era amigo de Hitchcock. Un estilo de hacer cine el de sir Alfred, presente especialmente en Fahrenheit 451, La piel suave y en invocaciones posteriores como La novia vestía de negro o La sirena del Mississippi, que reforzaban y daban sentido al resto de la filmografía de don François Roland. De todo ello sabía mucho nuestro erudito siempre, y zaragozano de pro, José María Latorre.
Y el Truffaut crítico también publicó su best seller El cine según Hitchcock, y desde ahí comenzamos a alfabetizarnos bajo el clásico «el cine también se lee». En adolescencia éramos ya hijos e hijas de cineclub, ese que en sus coloquios y debates potenciaba la película hablada, la que resuena días después, porque la cinta cambia al poco tiempo de ser vista.
Se enriquece de emociones, detalles, sensaciones, comentarios, críticas y nuevas valoraciones. Porque, cual Alien en su nave (otra vez el bueno de Hurt), no se olviden que el séptimo arte es un ser vivo que, de nuevo, se reencuentra con sorpresa con su espectador. Muchas veces, el cine adoctrinaba más que educaba. Otras, era un medio inteligente que sembraba en nuestras mentes la innovación de ideas, intenciones y quimeras.
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