‘Kind of kidness’, el corte de manga de Yorgos Lanthimos
El director desmiente con su nuevo filme a todos aquellos que dieron por hecho que el éxito masivo había mitigado su afán por incomodar.
Asistimos a mutilaciones, asesinatos,
Antes de empezar a convertirse en un autor universalmente aclamado gracias a La favorita (2017), Yorgos Lanthimos generó mucho odio entre quienes lo consideraban un mero provocador dedicado a dejar al espectador con mal cuerpo hablando en sus películas de relaciones sexuales incestuosas, infanticidios y otros comportamientos humanos aberrantes. Y a juzgar por el largometraje que ayer presentó a concurso en Cannes, tan solo nueve meses después de que Pobres criaturas le proporcionara el León de Oro en la Mostra de Venecia, queda claro que el cineasta griego echa de menos el estatus de enfant terrible.
Kinds of Kindness no solo le hará perder a muchos de los seguidores que ganó con sus dos películas anteriores, sino que le granjeará nuevos detractores. Habrá quienes la definan como la obra de un enfermo, y el arriba firmante es la prueba de que estar de acuerdo con ellos no es incompatible con considerarla salvajemente divertida.
El filme supone el reencuentro de Lanthimos con el guionista Efthimis Filippou, y de hecho funciona a modo de compendio de temas abordados en las cuatro películas –Canino (2009), Alpes (2011), Langosta (2015) y El sacrificio de un ciervo sagrado (2017)– que ambos escribieron a medias anteriormente: mundos muy cerrados y reglamentados según normas tan férreas como absurdas, facsímiles de seres queridos y personajes de comportamientos despojados de todo rastro de emotividad.
Se compone de tres relatos interpretados por los mismos actores –entre ellos Emma Stone, reciente Oscar por Pobres criaturas– pero independientes entre sí. En su transcurso asistimos a mutilaciones, asesinatos, violaciones y actos de canibalismo que, decimos, Lanthimos convierte con gran habilidad en vehículo para la comedia negrísima. Pero lo más admirable de Kinds of Kindness es cuanto tiene de corte de manga del director a quienes dieron por hecho que el éxito masivo había mitigado su afán por incomodar. No esperen verla en ninguna lista de candidaturas a premios en los próximos meses.
Durante el rodaje de El maestro jardinero (2022), Paul Schrader
violaciones y actos de canibalismo
sintió que no podía respirar y dio por hecho que iba a perder la vida; y por eso tiene sentido que su siguiente largometraje, gracias al que ahora aspira a la Palma de Oro -ya compitió en este festival gracias a Mishima (1985) y Patty Hearst (1988)– tenga la mortalidad como asunto central. Aunque quizá la verdadera intención del veterano director y guionista al rodar Oh,
Canadá fuera menos la introspección que rendir homenaje a su amigo el escritor Russell Banks, que murió el año pasado víctima del cáncer tan solo unos meses después de publicar la novela homónima en la que la película se basa. En cualquier caso, es obvio que se trata de una obra muy personal, y eso hace que resulte especialmente decepcionante la falta de convicción con la que en ella habla de algunos de asuntos que vertebran toda su obra: la angustia existencial, la culpa y la redención.
La protagoniza un documentalista gravemente enfermo que, sabedor de que se le acaba el tiempo, decide sentarse frente a la cámara de uno de sus discípulos para contar
la historia de su vida y, más concretamente, para confesar secretos que lo han atormentado desde su juventud. De encarnar el personaje se encarga Richard Gere, que ya trabajó junto a Schrader en American Gigolo (1980). A partir de esa premisa, la película propone una reflexión sobre los caprichosos mecanismos de la memoria y el efecto devastador que su pérdida causa, recurriendo para eso a una estructura narrativa basada en saltos rápidos y constantes entre el tiempo presente y diferentes tiempos pasados. Como resultado Oh, Canadá acaba siendo una película fúnebre no tanto porque hable de la muerte sino porque apenas da señales de vida al hacerlo.