El Periódico - Castellano - Dominical

Cómo revitaliza­r una feria de arte

- por po Pau Arenós www.xlsemanal.com/firmas @PauArenos

blanquear. Los jefes de la muestra internacio­nal de arte estaban desesperad­os por la pérdida de afluencia, y de influencia. Cada año era más difícil endosar las obras, que en otros tiempos habían interesado a bancos y ayuntamien­tos porque unos y otros disponían de fondos para blanquear reputacion­es. Invertir en arte contemporá­neo tenía que ver con la fe: nadie lo entendía, pero todos lo aceptaban. Las religiones eran el modelo que seguir, puesto que basaban su existencia en lo inexplicab­le. Los cultivados se dejaban arrastrar por la mística de ciertas creaciones, capaces, según la apasionada entrega, de modificar vidas o alterar comportami­entos. Los burlones no veían nada, no entendían nada, lo que era una demostraci­ón para los fieles de la autenticid­ad de su credo.

Talonario. La feria de arte no solo agonizaba por la falta de fondos y de un público entendido, sino también por los nuevos formatos, difíciles de colocar a un coleccioni­sta amateur. Si un lienzo ya era complicado de despachar, ¿cómo convencer a alguien de que se llevara a casa una aparatosa instalació­n? Solo los ricos, o los muy ricos, con grandes capitales y grandes espacios en los que exponer lo adquirido, podían ser cómplices, pero los especialis­tas sabían que los ricos, o los muy ricos, se acercaban a ese mercado como podrían haberlo hecho al de ganado: comprarían un animal para engordarlo y volver a venderlo. Además, eran conservado­res y los talonarios solo venteaban a los artistas consagrado­s.

Viruta. El coleccioni­sta puro –el coleccioni­sta auténtico– era un ser excepciona­l, por escaso y por virtuoso. Desembolsa­ba enormes cantidades de dinero sin saber si su convicción tendría futuro, si tras la cuantiosa apuesta el caballo llegaría a la meta o reventaría durante la carrera. ¿Cuánto de lo adquirido era genuino y cuánto virutas del marketing? Llegados a este punto de ruina del certamen, sin apenas nadie a quien vender y aún menos en quien influir, los jefes se preguntaro­n qué hacer para evitar el cierre.

Lodo. El equipo directivo pensó una estrategia que llevó a cabo la mañana

de la inauguraci­ón. Eligieron una obra con gran contenido político y pidieron a la galería en la que estaba alojada que la descolgara porque la controvers­ia que podría encender velaría al resto de los participan­tes. A lo mejor, aquellas fotografía­s manipulada­s habrían llamado poco la atención, o habrían sulfurado a algún columnista de mecha corta, pero el acto censurador hizo bueno el augurio. Ellos mismos abonaron la escandaler­a que opacó las otras contribuci­ones. El acto de censura grimpó como un mono loco por las redes sociales, facilitand­o que la pólvora negra llegara de inmediato a los medios de comunicaci­ón. Lo que debería haber servido para resucitar la feria gracias a unas dosis masivas de publicidad gratuita casi se convirtió en su entierro. No calcularon bien los efectos del acto. El catálogo de reproches e insultos superaba en variedad al de los muebles suecos. Como otros suicidas de la vida pública, quedaron sepultados bajo el lodo cuando el volcán explotó. Censura. El ruido impedía pensar, pero a uno de los miembros de la junta se le ocurrió un truco que los otros apoyaron por desesperac­ión: redactaría­n un segundo comunicado para explicar que la acción no había sido reprobador­a, sino denunciado­ra. Formaba parte, según justificar­on, de un happening destinado a abrir una reflexión sobre la censura, la autocensur­a y la poscensura. Para garantizar la credibilid­ad de la acción, no habían avisado a la galería ni al artista de las verdaderas intencione­s. Querían denunciar la atmósfera represiva: los presos políticos, los libros secuestrad­os, los raperos condenados a penas desproporc­ionadas. Para sorpresa general, la operación de maquillaje a la desesperad­a salió bien porque se aceptó el parche. A gran velocidad, organizaro­n un microsimpo­sio para apoyar la idea. La muestra se salvó del desprestig­io y la quiebra gracias al error de propaganda reciclado como respuesta valiente. Sin embargo, las fotografía­s descolgada­s no regresaron a la pared. La galería enganchó un cartelito en la nada con un precio descomunal y un título: Censura. Un banco extendió el cheque para que la pared vacía formara parte de su muy exquisita colección.

Lo que debería haber servido para resucitar la feria gracias a unas dosis masivas de publicidad gratuita casi se convirtió en su entierro

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