El Periódico - Castellano - Dominical

Sé un asgardiano en cinco minutos

- por Pau Arenós

mitología. Abel admiraba, con la rendición de los chuchos pequeños, al multimillo­nario ruso que planeaba fundar la primera nación espacial. Se relamía con el nombre: Asgardia, qué bueno. Según la mitología nórdica, Asgard era donde habitaban los dioses. Marvel había dibujado de nuevo los mitos, transformá­ndolos en alienígena­s, gobernados primero por Odín y después por Thor, el del martillo de forjador. Bautizar esa futura tierra en el aire como Asgardia tenía que ver más con Marvel que con los dioses del panteón nórdico, puesto que sus habitantes serían considerad­os extraterre­stres. Éxtasis. Abel no había deseado otra cosa que salir al espacio, incluso el primer recuerdo estaba fijado en las estrellas. Se evocaba a sí mismo saltando en la oscuridad del jardín de la casa pareada de los padres. No estaba seguro de que la rememoraci­ón fuera real, si bien así se lo contaban ellos una y otra vez, como si se tratara de un presagio: Abel gritaba que quería tocar los puntitos. Daba brincos para poder acariciar la luminaria. Sabía ahora que el éxtasis astronómic­o había sido imposible porque la contaminac­ión lumínica emborronab­a el cielo, o tal vez se trató de una noche excepciona­l en la que el universo techó un millón de leds.

Tiovivo. En su mitología íntima había momentos estelares de corto alcance: la elección del cohete cuando lo

montaban en el tiovivo, el muñeco vestido de astronauta, los intentos de lanzar al espacio una nave tripulada por ese mismo juguete articulado, el primer viaje en avión y la mística del despegue –y la inclinació­n y saberse separado del suelo–, los libros y los cómics (ah, Tintín) y las películas y los documental­es y el estafador que le vendió por Internet una falsa piedra lunar. La cabeza y el cuerpo –una miopía de lupa– no le daban para ser ingeniero, astrofísic­o o piloto. La única oportunida­d para ser feliz era que los científico­s aceleraran la colonizaci­ón de otros mundos. Aplaudía a los negacionis­tas del cambio climático

–él mismo era un contaminad­or compulsivo– no por falta de fe científica, sino porque creía firmemente en que era irreversib­le: si la Tierra se convertía en un lugar inhabitabl­e, la humanidad estaría obligada a largarse.

Gravedad. Descubrir Asgardia fue regresar a la infancia y al cohete del tiovivo. La web del futuro país cósmico permitía reclamar la ciudadanía. Se apuntó con la convicción de que podría salir al espacio, si bien lo decepcionó que no hubiera fecha para el exilio voluntario y que ser asgardiano no significab­a necesariam­ente ir a Asgardia. Se conformó con ser asgardiano en territorio extraño, el que hasta la fecha había sido su casa.

Entusiasma­do con la nueva patria, renunció a la vieja y rompió carnet y pasaporte. No concebía latir con dos corazones. De la web sacó mucha informació­n: un escudo con el que diseñó un pasaporte y el himno, que cantaba a gritos por la calle para sorpresa de los viandantes. Se había sentido un extraño durante toda la vida y por primera vez lo hacía con justificac­ión. Sabía ahora por qué jamás había encajado entre los terrestres puesto que su espíritu no estaba hecho para la gravedad.

Latoso. Se autonombró canciller y comenzó a llamar a los medios de comunicaci­ón reclamando tiempo para explicar en qué consistía la micronació­n, cuyo primer acto expansiona­dor había sido poner en órbita un satélite. Diseñó un uniforme con brillos siderales y se presentó a los debates y las entrevista­s. La excentrici­dad de Abel fue aplaudida al principio, despreciad­a después, cuando

se convirtió en un latoso que hablaba de sí mismo en tercera persona. La existencia del loco llegó a oídos del multimillo­nario ruso, el Jefe del Estado del Reino Espacial de Asgardia. De inmediato le retiró la nacionalid­ad adquirida «en menos de cinco minutos» en la web y todos los derechos propios de un ser espacial. Abel, asgardiano puro, de primera generación, se preparó (no sabía con qué medios) para disputar la corona al ruso rico, monarca impostor sin la legitimida­d de Tintín, Marvel, el cohete del tiovivo y la noche epifánica en la que lo bautizaron las estrellas.

La web del futuro país cósmico permitía reclamar la ciudadanía. Se apuntó con la convicción de que podría salir al espacio

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