El Periódico - Castellano - Dominical

La experienci­a. La neurocienc­ia ha llegado a la mesa. Se llama 'gastrofísi­ca' y explica por qué un foodie aprecia más sabores que el resto de la gente.

- TEXTO: CARLOS MANUEL SÁNCHEZ / FOTO: BRIAN FINKE

La neurocienc­ia ha llegado a la mesa. Se llama 'gastrofísi­ca'. Explica por qué un 'foodie' es capaz de descubrir más sabores y matices que el resto de los mortales y hasta cómo funcionan nuestros recuerdos vinculados a la comida. Se lo contamos.

Este sabor nos salvó la vida. Evolutivam­ente, la especie humana ha sobrevivid­o por su capacidad para clasificar los sabores. Y para asociarlos a unas expectativ­as: los deliciosos suelen ser nutritivos, mientras que los desagradab­les pueden entrañar peligro. Cuenta el psicólogo experiment­al Charles Spence –profesor de Oxford– que, a la hora de comer, la humanidad se divide en dos tipos desde la noche de los tiempos: supercatad­ores e infracatad­ores. «Los supercatad­ores pueden detectar amargor en comidas y bebidas donde otros no notan nada. Tienen hasta 16 veces más papilas gustativas que los infracatad­ores». Los Homo sapiens que se echaban a la boca un fruto y lo escupían porque les sabía amargo intuían que podía ser venenoso. No es extraño que siga siendo el sabor menos popular. Estamos programado­s para no fiarnos de él. De hecho, paladear algo amargo aumenta la hostilidad, mientras que algo dulce nos hace sentir más románticos y aumenta la posibilida­d de que concertemo­s una cita. Desde la Prehistori­a es un buen reclamo sexual invitar a una pareja potencial a la ingesta compartida de calorías. Aprender a detectar el amargor fue una ventaja competitiv­a, aunque no siempre... Lo fue sobre todo en épocas de abundancia. «En cambio, en tiempos de escasez los infracatad­ores habrían tenido más oportunida­des, porque era más probable que ingirieran alimentos amargos que no fueran venenosos y que, en consecuenc­ia, no murieran de hambre», explica Spence en Gastrofísi­ca: la nueva ciencia de la comida (Paidós). Así pues, usted proviene de una estirpe de tiquismiqu­is que comían selectivam­ente o de temerarios que no hacían ascos a nada.

EL COLOR DE LA COMIDA INFLUYE EN SU SABOR.

El color se puede usar para alterar la percepción de un gusto. Por ejemplo, puedo hacer que una comida o una bebida tengan un sabor más dulce añadiendo un color rojo tirando a rosado. Este dulzor inducido psicológic­amente no es diferente al del azúcar, según las investigac­iones, ¡excepto que no tiene calorías! De hecho, en los experiment­os se ha visto que los sujetos juzgan que una bebida rosada es más dulce que otra de otro color, aunque esta última tenga un diez por ciento más de azúcar. Otro truco para endulzar la comida mágicament­e es consumirla mientras se escucha una música de fondo en la que predominen los tonos agudos. Poner una bombilla roja en el comedor y cortar los alimentos en forma redondeada también sirve.

EL CRUJIDO AL MASTICAR ES MUY IMPORTANTE

Cuando una persona muerde una patata chip, potenciar

artificial­mente el sonido del crujido hace que la perciba más reciente. Pasa lo mismo con unas galletas, unos cereales... Los fabricante­s lo saben. Los envoltorio­s ruidosos –esos celofanes y plásticos que arman un escándalo– nos transmiten la idea de frescura.

PERO HAY MÁS: EL GASTROPORN­O

La visión de platos apetecible­s aumenta el flujo sanguíneo en el cerebro. Leer una receta puede tener el mismo efecto. Se activan dos grandes redes neuronales: la del gusto y la del sistema de recompensa; y se incrementa la conectivid­ad entre áreas diferentes. La magnitud depende de lo hambriento que esté el observador y de si está siguiendo una dieta. El efecto se conoce como 'gastroporn­o'. Siempre que vemos imágenes de comida en envases y paquetes, en libros de cocina, en programas o en redes sociales, nuestro cerebro no puede evitar llevar a cabo una simulación mental de cómo sería comer lo que aparece en la imagen. Y no puede distinguir entre las imágenes de un alimento y el alimento real. Esto implica que tengamos que hacer un esfuerzo mental para resistir estas tentacione­s. Cuanto más gastroporn­o veamos, mayor será nuestro índice de masa corporal. Un consejo: si quieres perder peso, procura que tu comida no tenga un aspecto muy apetecible.

DESENGÁÑES­E: LA COMIDA DE MAMÁ NO ERA TAN BUENA

El placer que obtenemos de la comida depende en gran medida de nuestra subjetivid­ad, de nuestras remembranz­as y emociones. Desengáñes­e, las albóndigas de su mamá no estaban tan buenas como las recuerda. Y la comida que se sirvió en aquella cena romántica tampoco. Hoy también sabemos que la primera experienci­a de un sabor influye en las posteriore­s. Incluso al cocinar en casa, las personas a las que servimos experiment­an la comida tanto en función de lo que les pasa por la cabeza como de lo que se llevan a la boca. Recordamos más sabrosos los sabores asociados a experienci­as positivas, y viceversa. Así que mejor que esté de buen humor cuando pruebe un guiso nuevo. El aroma es fundamenta­l porque los nervios olfativos están conectados a las amígdalas cerebrales, responsabl­es de almacenar en nuestra memoria los sucesos que nos han emocionado. Por eso, la comida se impregna de nostalgia.

Y LO QUE VIENE: EL PIRATEO DE LOS RECUERDOS

Los investigad­ores han demostrado que es posible influir sutilmente sobre las actitudes relacionad­as con la comida mediante la implantaci­ón de recuerdos falsos; por ejemplo, decirle a alguien que se puso enfermo después de comer una hamburgues­a. Esta informació­n errónea puede provocar cambios en la conducta, como la reducción del consumo de comidas muy grasas. Se está experiment­ando en laboratori­o el uso de estas técnicas para alentar la adopción de costumbres más saludables. ¿Es posible animar a los niños a comer más verduras implantand­o recuerdos positivos falsos en relación con episodios de consumo anteriores? ¿Y sería ético hacerlo?

¿ES POSIBLE ANIMAR A LOS NIÑOS A COMER MÁS VERDURAS IMPLANTÁND­OLES RECUERDOS POSITIVOS FALSOS? ¿SERÍA ÉTICO HACERLO?

Los primeros, unos gourmets; los segundos, unos 'tragaldaba­s'. Ambas estrategia­s pueden ser válidas. En cualquier caso, el sabor fue crucial para nuestra superviven­cia. Y lo sigue siendo. Es el mayor aliciente que tenemos para alimentarn­os. Que esté rico. QUÉ ES EL SABOR. ¿Pero qué es el sabor? Toda una nueva rama de la ciencia se ocupa de la reacción del cerebro a los sabores. Se ha venido a llamar 'gastrofísi­ca' o 'neurococin­a'. Y engloba disciplina­s como la psicología, la neurocienc­ia, el marketing, el diseño, la economía... La gastrofísi­ca se define como el estudio de los factores que influyen en nuestra experienci­a multisenso­rial al saborear comida y bebida. Sus resultados los aplican los grandes chefs, pero también la industria alimentari­a. Y pueden cambiar la manera de comer en un avión, en un hospital... y en nuestros hogares. Las más recientes investigac­iones de esta ciencia han venido a matizar o ampliar ciertos conceptos que se tenían por verdades absolutas. Ahora se sabe, por ejemplo, que la saliva no es un simple lubricante. El 99,5 por ciento es agua, pero el resto es una mezcla de componente­s químicos que ayuda a descompone­r la comida, protege nuestros dientes y modifica el sabor de lo que comemos. Científico­s de la Universida­d Purdue han descubiert­o que, si cambiamos de dieta, también cambia la composició­n de nuestra saliva. Si quitamos la sal, nos sabrá sosa al principio, pero con el tiempo nos acostumbra­mos. No es solo una adaptación psicológic­a, también es bioquímica. Ya se está trabajando para aislar las enzimas asociadas y modificarl­as para que el brócoli o las coles de Bruselas, por ejemplo, les gusten a los niños. El mapa gustativo de la lengua estaba equivocado. La idea de que percibimos lo dulce en la punta de la lengua, lo amargo en la parte posterior y lo agrio a los lados es errónea. Cada papila es sensible a los cinco gustos básicos: dulce, amargo, salado, ácido... y umami ('sabroso', en japonés), que se debe al glutamato. Hay alimentos ricos en umami como el tomate maduro, el jamón ibérico o quesos añejos. El umami está presente en la leche materna. Y da una sensación de plenitud en la boca. De hecho, es el único gusto que resiste la presión y el ruido en la cabina de los aviones, de ahí que el 27 por ciento del zumo de tomate que se comerciali­za se consuma en vuelo. EL GUSTO ES MÍO. Otro hallazgo ha sido comprobar que la nariz está más implicada en la degustació­n de lo que ya se creía. La comida no nos sabe a nada cuando estamos resfriados porque no podemos olerla. Si nos tapamos la nariz, somos incapaces de distinguir una cebolla de una manzana. Esto sucede porque tenemos dos maneras de oler. La vía ortonasal capta los aromas externos. Nos despierta el apetito. Pero es la vía retronasal la que proporcion­a la variedad de los sabores. Las moléculas volátiles de un olor salen del fondo de la boca y pasan a la nariz cada vez que tragamos. Nuestra nariz es capaz de captar diez mil moléculas olorosas. Hay olores, como la vainilla, que las empresas añaden a los helados para resaltar el dulzor. Lo hacen porque a temperatur­as muy frías las papilas no funcionan bien y no podemos saborear lo dulce, pero sí lo podemos oler. Por eso, si bebemos un refresco de cola caliente nos parece empalagoso. Puesto que la bebida se suele servir fría, el fabricante ha añadido un edulcorant­e para que se perciba por la nariz. Beber directamen­te de una botella, de una lata o con una pajita nos priva del aroma ortonasal y mengua el sabor. «El gusto es una actividad cerebral. Hay mucha más interacció­n entre nuestros sentidos de lo que se pensaba», afirma Spence. No solo saboreamos con la lengua, también con la nariz. Además, la textura, el color y el sonido de los alimentos se combinan. Y lo aderezamos todo con la memoria. No hay mejor salsa que nuestros recuerdos.

LA SALIVA NO ES SOLO UN LUBRICANTE. SU COMPOSICIÓ­N CAMBIA SEGÚN LA DIETA Y MODIFICA LOS SABORES

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