El Periódico - Castellano - Dominical

La oscuridad en los espejos

- por Isabel Coixet www.xlsemanal.com/firmas Instagram: Isabel.Coixet

paseo por un barrio que en los últimos años se ha convertido en cool, trendy, 'moderniqui' o como quieran calificar a unas calles que no hace tanto estaban llenas de almacenes de venta al por mayor de bragas y calcetines y ropa de niño. Primero fueron invadidas por la población china y, poco a poco, esta se fue retirando al este de la ciudad, dejando baluartes en forma de incontable­s salones de uñas, mientras mil y un locales de brunch, bowls, pancakes, kale y eggs benedict se apoderan de locales pagados a precio de oro. Entro en uno de estos lugares por curiosidad nostálgica: está en una antigua mercería a la que recuerdo haber ido con mis padres; los nuevos propietari­os han tenido el detalle (lo que les honra) de haber dejado intacto el hermoso rótulo. Me doy cuenta de que la disposició­n de los mostradore­s era, al menos en mi memoria, bastante similar a la de ahora. El local, por dentro, sufre esa extraña homogeniza­ción de los locales en esta ciudad últimament­e: las luces con bombillas antiguas, las sillas metálicas falsamente vintage, las fotos en blanco y negro, los espejos con las tapas del día, pintadas a mano; todo tiene un aire amable, correcto, bonito, armónico y absolutame­nte aburrido. Todos los locales de la época en que la mercería existía han desapareci­do y en su lugar se respira un aire de franquicia que lo hace todo impersonal y hueco. Pido un café. Son las doce, pero ya aparecen los primeros turistas, que no acaban de entender que aquí comemos a partir de la una. Los locales de esta zona, que ya tienen bien aprendida la lección, saben que al turista hay que echarle de comer a partir de las once y de cenar a partir de las seis. El local es enorme y no puedo dejar de preguntarm­e cuánto habrá costado su reforma, cuánto el alquiler, cuál es el coste de un negocio así, y ¿es negocio? Mientras me abandono a estas cábalas, una voz, que me suena familiar, me llega desde la mesa de al lado. Alguien a quien perdí la pista hace ya diez años. ¿Qué tal? ¿Qué fue de ti? ¿Dónde te metiste? Me cuenta que le echaron del trabajo, era periodista, no encontró otro lugar –«ya sabes cómo está la prensa»–, se le acabó el seguro de desempleo, estuvo muy enfermo. Mientras habla, noto que se tapa la boca con disimulo. Le faltan varios dientes. Vive de un subsidio de renta mínima en una habitación alquilada en el extrarradi­o. Ha quedado con alguien para una cuestión de trabajo, parece que la persona con la que había quedado le ha dado plantón y no tiene móvil para llamarla. Le presto el mío. Llama, mirando los números en un papel arrugado. Alguien contesta. Por la conversaci­ón, deduzco que la persona con la que había quedado no piensa presentars­e y «lo del trabajo» no era nada seguro, sino una mera manera de hablar. Me devuelve el teléfono, pide un vino blanco. «¿Me invitas?», dice. «Claro». Le traen el vino con unas aceitunas. Luego pide otro. Habla y habla y habla. Cada segundo de esos diez años, cada revés, cada negativa, salen de su boca y el local se va llenando de oscuridad. Y ni los espejos ni las luces brillantes consiguen amortiguar­la.

Parece que la persona con la que había quedado le ha dado plantón y no tiene móvil para llamarla. Le presto el mío

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