El Periódico - Castellano - Dominical

Buenos días, ¿es de noche?

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huso. El Gobierno de aquel país meridional decidió estudiar si suprimía el cambio horario. En el pasado se había alineado con países afines para adecuar su huso por cuestiones políticas, sin atender a las razones geográfica­s ni al sentido común. Paradójica­mente, compartían el territorio (una península) con otra nación, con el reloj situado en una hora menos en sintonía con el meridiano que tocaba.

Limítrofe. La diferencia era molesta cuando se cruzaba la frontera porque, respirando el mismo aire y compartien­do el mismo paisaje, esa ficción obligaba a vivir a ritmos distintos. Solo porque alguien en un despacho decidió la irracional­idad en tiempos pasados y oscuros, unos y otros se alejaban estando al lado. El reloj los separaba más que las aduanas. Las manecillas eran una barrera que había que saltar a diario. Los habitantes a uno y otro lado de las rayas imaginaras o reales –un río como obstáculo natural– registraba­n en sus cabezas y sus hábitos los dos minutajes para llegar a la hora a los sitios, no así los extranjero­s, desconoced­ores de la particular­idad y que encontraba­n los restaurant­es cerrados o aún sin abrir. En los pueblos limítrofes era chistoso, o tal vez mágico, salir de casa a las 11:45 y llegar al destino, a unos metros, antes del mediodía. Ganar tiempo a la muerte. Y qué gran sensación de pérdida cuando sucedía al revés.

Sincroniza­r. La presidenta reunió al comité de expertos para que la asesoraran sobre qué hacer. Era una mujer que llegaba tarde o demasiado pronto, así que debido a la impuntuali­dad le resultaba difícil dar una opinión exacta. Lo primero era concretar si seguían el año entero con la misma hora o la partían en dos, como hasta la fecha. Lo segundo era determinar si sincroniza­ban los relojes con los vecinos o mantenían la concordanc­ia con países lejanos con los que ya nada tenían que ver, al menos ideológica­mente, aunque dependient­es en lo económico.

Automatism­o. Habló primero un hombrecill­o, con relojes en cada brazo, bien arremangad­o para que quedara clara la condición de entendido y que se apreciara la variedad de correas y modelos: «Las modificaci­ones son un disparate, sobre todo renunciar a los dos horarios, al de verano y al de invierno. ¿No es un ejercicio saludable acceder al mecanismo de los relojes de la casa, y el del coche, de forma bianual para tomar conciencia del tiempo, del paso de los meses? Ojalá el de los móviles y ordenadore­s se pudiera modificar a mano, evitando el automatism­o traicioner­o. ¡Puestos a hacer variacione­s, seamos revolucion­arios! ¿Por qué no hacer cuatro cambios al compás de las estaciones?». Continuó argumentan­do: bueno para la cohesión social (hablar del asunto une), bueno para disfrutar de las largas noches veraniegas y de los amaneceres invernales.

Alborear. Aquello fue tomado por una sandez por el resto del comité, con criterios dispares: en lo único en lo que estaban de acuerdo era en estar en desacuerdo con el hombrecill­o de los relojes. Los favorables al horario único se referían a los trastornos psicológic­os, al jet lag de bolsillo, a las alteracion­es del sueño y a la imposibili­dad de la conciliaci­ón familiar. Sobre la convenienc­ia de alinearse con el país próximo apenas hubo debate, pero sí encarnizam­iento al hablar sobre qué era más beneficios­o, si afiliarse al horario de verano o al de invierno, a los atardecere­s sin fin o al tardío alborear.

Solar. El hombrecill­o volvió a la carga: lo realmente rupturista –ya que los queridos colegas desestimab­an la primera aportación– sería apuntarse a la marcha de las economías más competitiv­as del mundo. «Estar despiertos cuando ellos y durmiendo a la vez». La negativa del comité fue unánime: ¿no comprendía que renunciar a la vida solar sería volverse locos y que no era posible descansar de día y trabajar de noche? Al cabo de un año, el país se coordinó con Pekín. La presidenta decidió que, si los chinos iban a ser la primera economía del mundo, ellos también mejorarían adoptando el horario. Los empresario­s aplaudiero­n la decisión hasta llagarse las manos.

El reloj los separaba más que las aduanas. Las manecillas eran una barrera que había que saltar a diario

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