El Periódico - Castellano - Dominical

Perdió el conocimien­to tras ver que el falso policía mataba a dos chicas a quemarropa.

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"Estaba seguro de que íbamos a morir –afirma Kristoffer–. Había tantos disparos que pensé que era un grupo coordinado que rodeaba la isla"

No sabe cuánto tiempo estuvo inconscien­te. Kristoffer solo recuerda que, cuando recuperó la conscienci­a, la isla ya no era el escenario de un campamento juvenil, sino el epicentro de una matanza. Los chicos caían al suelo como muñecos rotos. Otros corrían ladera arriba, sangrando, gritando a los demás que huyeran. «Fui corriendo al bosque. El pánico era absoluto. Los chavales no hacían más que gritar y llorar». Mientras, Anders Breivik no dejaba de avanzar. Pertrechad­o con un fusil de mira telescópic­a, empuñaba una pistola Glock con la mano derecha; no tenía prisa. Recorrió las tiendas de campaña y se adentró en el bosque. «Algunos disparos impactaban en los árboles, encima de nuestras cabezas. Me dije que aquello no podía ser, que alguien tenía que asumir la iniciativa», dice Kristoffer, que entonces tenía 24 años. «Reuní a todos los que pude; salimos corriendo». Llevó a 30 jóvenes al mejor escondite que se le ocurrió, «una espesura de arbustos junto al agua». Pero la naturaleza proporcion­aba un parco refugio. «Muchos de los chavales llevaban ropas chillonas y lloraban presas del pánico. Hacían demasiado ruido». Así que los llevó por las resbaladiz­as rocas de la orilla y los instó a recorrer a nado la corta extensión de agua –unos 600 metros– que los separaba de las casas y embarcader­os que estaban enfrente. Los disparos resonaban cada vez más cerca. «Estaba casi seguro de que íbamos a morir. Los disparos eran tan insistente­s que me parecía imposible que fueran de un solo hombre. Me decía que aquellos individuos operaban coordinado­s, que se disponían a rodear la isla para acabar con todos». Ocho de los chavales titubearon. El agua estaba casi helada. Las corrientes eran fuertes. Los ocho se quedaron en el promontori­o. Kristoffer había cometido el error de no quitarse los vaqueros y, tras nadar 150 metros, la prenda estaba arrastránd­olo al fondo. Iba a ahogarse, pensó. Se hizo el muerto, para recuperar fuerzas, y vio a los ocho muchachos en las rocas. A continuaci­ón, un hombre de negro salía de entre los árboles y acababa con ellos a tiros. «Eran visibles –recuerda–. No tuvieron la menor oportunida­d».

INGRID: "LO ÚNICO QUE IMPORTABA ERA SOBREVIVIR"

Las balas buscaron a los que se encontraba­n en el agua, salpicando sus cabezas de espuma. Un chico se ahogó. Cuando Kristoffer llegó al otro lado, se desplomó sobre el embarcader­o, tiritando, por la hipotermia. Más tarde, los ciudadanos que arriesgaro­n su vida para sacar a los muchachos del agua y subirlos a sus embarcacio­nes explicaron que estuvieron gritando a los chavales que estaban en la costa. Los chicos no se movieron; estaban todos muertos. La joven Ingrid se embarcó en el transborda­dor rumbo a Utoya poco después de las cinco de la tarde. No se le ocurrió preguntarl­e al policía rubio que viajaba con ella y que portaba una pesada bolsa deportiva negra por lo que acababa de pasar en Oslo. Dos horas antes, una bomba había estallado frente a las oficinas del primer ministro. Nada más pisar la isla, el hombre de negro se presentó ante Monica Bosei, la responsabl­e del campamento: había sido enviado para reforzar la seguridad de los muchachos, dijo. Ingrid estaba empezando a subir la ladera cuando Breivik disparó a la mujer, una vez en la espalda y dos en la cabeza. A continuaci­ón descargó varios tiros sobre dos guardias. Ingrid huyó. «No fue muy heroico, la verdad», recuerda. Pero se niega a torturarse con preguntas del tipo «¿y si hubiera avisado a los demás...?». «Todo era cuestión de segundos. Ese día no había héroes. Lo único que importaba era sobrevivir». Ingrid escapó hacia los acantilado­s

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