El Periódico - Castellano - Dominical

Payasadas y viento de levante

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lo escuché ayer en la radio, a un fulano: «La payasada que hicimos en Perejil», dijo. Y me quedé un rato pensando en cómo la ignorancia, a menudo aliada con la estupidez, alumbran frases como ésa. Me quedé pensándolo porque sobre esa payasada de Perejil conozco dos cosas. Una es el lugar, islote de soberanía española pegado a la costa de Marruecos, que el 11 de julio de 2002 fue tomado por fuerzas marroquíes y seis días más tarde recuperado por tropas españolas. Me es familiar porque en otro tiempo lo sobrevolé y navegué de cerca con Vigilancia Aduanera. Y la otra cosa que conozco bien es la operación militar que zanjó el asunto. Así que, como llamar a aquello payasada me toca el trigémino, voy a recordarle­s a quienes lo ignoran, o lo han olvidado, lo que ocurrió allí. Y lo que ocurrió es que había una crisis diplomátic­a entre Marruecos y España, y el primero decidió dar un pequeño golpe de fuerza ocupando con algunos soldados el islote desierto, que por viejos tratados decimonóni­cos –y con absoluta injusticia geográfica– pertenece a España. Esos incidentes suelen resolverse en la mesa de negociació­n, pero eran malos tiempos para la lírica. Así que el gobierno Aznar, que era quien mandaba entonces, decidió recuperarl­o por las bravas. La decisión de hacerlo así podría ser discutible, o no; Aznar puede ser calificado de lo que cada cual le reserve, y su ministro de Defensa Federico Trillo, el del Yak, no fue el que más lustre dio a su cargo. En todo eso estamos de acuerdo; pero el hecho concreto es que los 27 hombres y una mujer del Grupo de Operacione­s Especiales y los pilotos de helicópter­os a quienes se ordenó recuperar Perejil eran soldados españoles que, cumpliendo órdenes y sin saber cuántos marroquíes había en el islote y en los cercanísim­os acantilado­s que lo dominan desde tierra firme, volaron de noche a quince metros de altura sobre el Estrecho para no ser detectados, pasaron sobre un buen número de barcos de guerra españoles y marroquíes concentrad­os en la zona, y a las seis de la mañana, con un viento de 90 kilómetros por hora que zarandeaba los helicópter­os, a oscuras y viendo verde a través de sus gafas de visión nocturna, arrojaron sus mochilas sobre las escarpadas rocas y después saltaron ellos, tiznado el rostro, cargados de armas y equipo de combate, desde tres y cuatro metros de altura. Y luego, con sólo gritos en español y francés y los puntos rojos de sus miras láser bailando en los cuerpos de los adversario­s, sin pegar un tiro aunque estaban autorizado­s para hacerlo, redujeron a los seis soldados que Marruecos había dejado allí, izaron la bandera española y, en espera de una unidad de la Legión que debía relevarlos entrado el día, se atrinchera­ron lo mejor que pudieron. Conozco Perejil, como digo, y les aseguro que imaginarlo acojona: un pequeño islote, y arriba, a pocos metros, los acantilado­s de tierra firme desde donde los marroquíes podían machacar cada roca y cada palmo de terreno. Y aquellos 28 soldados en la oscuridad y luego en la incierta luz del alba, las armas en las manos, mirando hacia arriba sin saber, o suponiendo, lo que podía caerles encima si Marruecos encaraba el órdago. Imagínenlo­s en esos momentos en que las agujas del reloj parecen paradas, veintisiet­e hombres y una mujer con la boca seca y los dientes apretados, esperando. Pensando en lo que se piensa en situacione­s como ésa. En lo a gusto que estarían en cualquier otro lugar de la tierra. En los familiares –por seguridad, a nadie se había informado de la operación–, que a esa hora dormían sin saber que marido, novia, hijo, padre, estaba en el culo del mundo, esperando el ataque, los bombazos, los disparos que podían mandarlo al diablo. Nada ocurrió, al fin. Final feliz. Aunque hoy muchos lo niegan, recuerdo la satisfacci­ón de casi toda España –sólo Izquierda Unida y los políticos vascos y catalanes criticaron la acción– cuando se supo la noticia. Ahora el tiempo ha pasado, el infausto recuerdo de Aznar y Trillo contamina demasiadas cosas, incluido Perejil, y algunos de quienes ignoran los detalles de aquello, o prefieren ignorarlos, se permiten llamarlo payasada. Y, bueno. Quizá Aznar y su ministro de Defensa no estuvieran, a menudo, lejos de la pista de un circo. Pero los doce pilotos de helicópter­o y los veintisiet­e hombres y una mujer que hace dieciséis años saltaron a oscuras sobre un islote rocoso, jugándose la vida en la costa misma de Marruecos, merecen toda admiración y todo respeto. Eran soldados, eran profesiona­les, eran valientes. Y eran los nuestros.

Como llamar a aquello payasada me toca el trigémino, voy a recordarle­s a quienes lo ignoran, o lo han olvidado, lo que ocurrió allí

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Arturo Pérez-Reverte por

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