El Periódico - Castellano - Dominical

Una foto en La Biela

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cuando pasas buena parte de tu vida entre viaje y viaje, acabas desarrolla­ndo costumbres y manías que ya no puedes quitarte de encima. Una de las mías es que detesto desayunar o comer en los hoteles donde me alojo, sean éstos de la clase que sean; así que, cuando dispongo de tiempo, busco un café o un restaurant­e cercanos donde resolver el asunto. En Buenos Aires me las estuve arreglando durante varias décadas con el café La Biela, para el desayuno, y con el restaurant­e Múnich para comidas y cenas. El problema es que hace un par de años cerraron el restaurant­e, y próxima a mi hotel habitual ya sólo queda La Biela, que es una cafetería clásica, con veteranos y eficientes camareros al estilo del café Gijón de Madrid. Hasta ella paseo cada mañana, cuando estoy en esa ciudad, para sentarme junto a una ventana, pedir un par de medias lunas con un vaso de leche, hojear los periódicos y ver pasar a los perros más o menos felices que, atraillado­s en grupo, sacan sus cuidadores a pasear por La Recoleta. La Biela está próxima a la casa donde vivía Adolfo Bioy Casares, y era frecuentad­a por éste y por su amigo Jorge Luis Borges. Para homenajear­los, una de las mesas está ocupada por sus efigies de cartón piedra a tamaño natural, sentados como si estuvieran de tertulia. Entre ellos hay una silla libre, que ocupan los visitantes para fotografia­rse con los dos maestros. Eso tiene un éxito razonable, y son muchos quienes lo hacen cada día; aunque ignoro –y por algunos comentario­s deduzco que no– si todos los que posan saben con quiénes se hacen la foto. De cualquier modo, cuando hace buen tiempo el mayor éxito fotográfic­o está

fuera del café, en la puerta. Durante muchos años, las figuras de dos legendario­s corredores automovilí­sticos argentinos, Juan Gálvez y Oscar Alfredo Gálvez han venido siendo un reclamo para turistas y buscadores de recuerdos; pero el añadido reciente del futbolista Messi, con la camiseta argentina y un pie sobre un balón, ha disparado las visitas. Raro es mirar por la ventana, hacia el jugador, y no ver a alguien posando o esperando turno para hacerlo. Como dice Daniel, uno de los viejos camareros, cada cual baila el tango a su manera. El caso es que esta mañana me encuentro en La Biela, en una de mis mesas habituales, leyendo en el artículo de mi compadre Jorge Fernández Díaz, cuando veo entrar a un hombre cuarentón, bien vestido y de buen aspecto –La Recoleta es un barrio elegante–, llevando de la mano a su hija de cuatro o cinco años. Es domingo, y el aspecto de padre separado con derecho a fin de semana canta La Traviata. Y ocurre que los dos vienen a sentarse en una mesa contigua a la mía, hablando de sus cosas, y al rato la niña mira curiosa a Borges y Bioy Casares, se acerca, los toca con cautela y vuelve corriendo con su papi. Eso parece darle a éste una idea. «Voy a hacerte una foto con los muñecos», dice. Así que la pequeña se sienta complacida entre las dos figuras y el padre le toma un par de fotos con teniendo de la mano a la hija, ésta mira de reojo a Messi y después se vuelve hacia mí, inquisitiv­a, como si esperase una confirmaci­ón a lo afirmado antes por su papi. Entonces pongo mi mano abierta en la ventana, apoyada en el cristal; y la niña, tras dudar un momento, alza muy seria su manita y la acerca hasta tocar la mía por el otro lado. Entonces siento detrás las miradas satisfecha­s de Borges y Bioy Casares, y tengo la certeza de que en efecto, como dijo su padre, esa niña los leerá cuando sea mayor. Y le gustarán mucho.

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