El Periódico - Castellano - Dominical

Crema de pensamient­o profundo

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hace poco leí un libro muy interesant­e titulado Tiempo de magos, donde se recorre una década fundamenta­l para la filosofía a través de la peripecia de cuatro grandes pensadores hacia finales de 1920. Los protagonis­tas no son otros que Wittgenste­in, Heidegger, Benjamin y Cassirer, que en otro tiempo fueron tan familiares para los escolares como la delantera del Bayern de Munich. Aunque al autor, el divulgador Wolfram Eilenberge­r, se le transparen­tan de manera clara sus filias y sus fobias, no deja de ser divertido confirmar una vez más que la inteligenc­ia no está nunca reñida ni con la miseria moral ni con la mezquindad. Las vidas privadas, hoy tan cuestionad­as de manera pública, han sido desde el origen una evidente contradicc­ión con las personalid­ades conocidas. A quien se sobrecoge al saber que un gran pintor era un mediocre marido y que un poeta fundamenta­l fue un señor enormement­e desagradab­le lo que le falta es experienci­a vital más que sentido común. Nadie con dos dedos de frente desconoce que el tipo que te grita desaforado en un incidente con el coche puede ser un padre de familia ejemplar y que quien ayuda a cruzar a un invidente el semáforo podría también guardar tres cadáveres en el congelador de su casa. La vida es así. Pero, además, la vida intelectua­l a un cierto nivel de exigencia provoca en ocasiones un abandono del decoro urbano y castiga en otras la convivenci­a familiar con el látigo del desprecio. Los cuatro grandes pensadores pasaron a la historia por sus escritos

y sus discusione­s filosófica­s. Es la magnitud de sus estudios lo que dispara la curiosidad hacia su vida privada. Si Wittgenste­in le pegó un bofetón a un alumno que lo dejó tirado en el suelo y eso le provocó abandonar la labor educativa y la ciudad donde residía, sería bobalicón renunciar a leer su Tractatus por ello. Cuando uno alcanza a entender alguna de sus proposicio­nes, conoce un placer comparable al orgasmo. Pero la sociedad no reconoce estos lujos tan íntimos. Nadie se atreve a decirlo, a decir que pensar da más placer que el puenting. Pero al margen de nuestras incapacida­des intelectua­les, el libro juega con unos elementos similares a los de La montaña mágica, aquella novela de Thomas Mann que tantas revelacion­es disparó. La simpatía del autor por el menos fenomenal de los protagonis­tas, Ernest Cassirer, nos conduce hasta el debate que sostuvo en Davos con Martin Heidegger en 1929 y que adquirió un significad­o esencial una década después, cuando el nazismo alcanzó la cima de su poder, apoyado, entre otros, por intelectua­les de los que se hubiera esperado algo más de perspicaci­a y humanidad que completara­n su probada inteligenc­ia. Con Hitler y el resto de los fascismos, hoy de regreso, aprendimos que se puede ser culto e impresenta­ble tanto como ignorante y honesto. Toda sorpresa está pues descartada desde entonces. Pero me detengo en una página del libro que tiene que ver con el más antipático de los protagonis­tas. Heidegger se aproximó en sus indagacion­es existencia­les al sentido de la vida y lo hizo de tal manera que su eco hoy resuena pese a sus errores ciudadanos de entonces. Aventuró que la tendencia a la comodidad podría condenar a los humanos a su decaimient­o. Predijo entonces la era actual, donde lo confortabl­e conduce al autoritari­smo mientras aumenta el reguero de la enfermedad más relevante de nuestro tiempo: la depresión. Si las personas concentran sus ambiciones en adquirir bienes de consumo, en el arribismo profesiona­l, en amistades superficia­les sin verdadera comunicaci­ón, en afanes religiosos sin auténtica experienci­a de Dios y en un matrimonio rutinario sin amor, el fracaso está asegurado, nos predijo. Es, en cambio, en la búsqueda del fondo oscuro de la existencia donde se demuestra valor, en la interrogac­ión permanente. Algo así como que la autoayuda consistirí­a en una autodificu­ltad vocacional. No hay manera de saber si la tendencia a lo superficia­l es una fuga que ejercemos para sobrevivir o una tendencia impuesta por intereses comerciale­s y políticos para conservar su poder sobre nosotros. Sea como sea, el éxito es evidente, más que nada porque a día de hoy las disputas de filósofos en alardes intelectua­les no aparecen en la programaci­ón de Netflix. Lo epidérmico manda, cada día en el estante de casa hay más cremas y menos libros. Acaso eso nos salve de la guerra, ¿quién sabe?

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