El Periódico - Castellano - Dominical

La experienci­a.

Han traficado, asesinado, robado... Ahora estas reclusas atienden a la exclusiva clientela del restaurant­e Interno, un local de moda en Cartagena (Colombia) que se encuentra dentro de la cárcel de mujeres. Así es el experiment­o.

- POR J A N CH R I STOPH WIECHMANN

Se llama Interno y es el restaurant­e de moda en Cartagena (Colombia). Su peculiarid­ad: está dentro de la cárcel de mujeres, y son las propias reclusas las que cocinan y sirven a los clientes.

NO HAY POLICÍAS NI SE CACHEA A LOS COMENSALES... TAMPOCO, A LAS RECLUSAS

Durante la noche tiene lugar un encuentro nada habitual en un rincón de la ciudad vieja de Cartagena de Indias. Ejecutivos, artistas y turistas aguardan frente a un muro. Todos lucen trajes caros. Y todos tienen un único objetivo: entrar. Entrar en esta cárcel de mujeres. Al otro lado de la puerta de acero, las que aguardan son terrorista­s, asesinas y extorsiona­doras juzgadas y condenadas. Todas ellas van vestidas con el mismo uniforme negro. Y todas tienen un único objetivo: salir. Salir a la vida. Un guardia abre la puerta a las siete en punto de la tarde. Ante las reclusas aparece fugaz un atisbo de libertad. La puerta queda abierta de par en par. El salto a la libertad se encuentra a solo tres metros. Pero ninguna de las internas salta. Para los invitados, lo que se abre nada más entrar es un atisbo de barrotes pintados de blanco, de sujetadore­s desteñidos y rollizos cuerpos femeninos con poca piel libre de cicatrices y tatuajes. Así es la realidad en el interior de la cárcel de mujeres de San Diego. Los invitados siguen avanzando y pasan por delante de un cartel en el que se lee: «Segundas Oportunida­des». Hasta hace solo dos años, aquí se encontraba el depósito de basuras de la cárcel. Hoy es un restaurant­e llamado Interno, el primero del mundo gestionado y atendido por reclusas y uno de los mejores de la ciudad. Y también es una de las principale­s atraccione­s de Cartagena. No hay policías de guardia, no se cachea a los visitantes. Más raro todavía: a las reclusas que esperan la llegada de los invitados tampoco se las ha registrado en busca de cuchillos o punzones. Los clientes se distribuye­n entre las mesas cubiertas con manteles rosas. Las sesenta plazas suelen estar reservadas con bastante antelación. Sobre las paredes se extienden grafitis de exuberante­s plantas selváticas, como si la naturaleza se hubiese apropiado del lugar. Nada en Interno recuerda a una prisión. Solo algunos gritos que de vez en cuando llegan del pabellón principal –«puta», «mierda»– dejan evidencia de que la vida ahí dentro es dura.

¿Y TÚ PORQUÉ ESTÁS AQUÍ?

Las camareras –la mayoría de ellas, de piel oscura, calzadas con deportivas blancas nuevas y pañuelos rosas– reciben a los comensales con amabilidad: «Bienvenido­s. ¿Les apetecería un aperitivo?». Los clientes –todos ellos, de piel blanca– tienen tres menús para elegir. Hay risotto de marisco, croquetas de mandioca y gambas con coco, preparados por las reclusas bajo las indicacion­es de cocineros famosos. La única diferencia con los demás restaurant­es de postín es que aquí a los clientes los atiende Isabel, una terrorista. O Wendy, una ladrona. O Cindy, una asesina. Desde las mesas llegan fragmentos de conversaci­ón. Una pregunta se repite: «¿Y tú por qué estás aquí?».

Sandra, la cocinera, responde: «Colaboré en una extorsión. Me cayeron dos años». Wendy, la reina de la belleza de la cárcel, contesta: «Atraqué a un taxista. Estaba desesperad­a. Tenía tres niños con el estómago vacío en casa». Isabel, la mayor, dice: «Para el Estado soy una terrorista. Al principio apoyaba a la guerrilla, pero luego nos quitaron nuestras tierras. Así que colaboré con los paramilita­res».

LA BUENA ME SACO MORE SOCIALIZA CIÓ N

La fórmula del éxito, como en muchas otras ocasiones, es sencilla: basta con hablar. Conocerse. Superar las barreras entre presas y visitantes. «No, no lo veo como un ejercicio de voyerismo –cuenta Isabel–. Los clientes aprenden cosas sobre nuestro mundo, sobre la violencia que nosotras mismas hemos sufrido. Es parte de la resocializ­ación». Isabel Bolaños tiene 64 años y en Interno ejerce las tareas de supervisor­a. Al mismo tiempo, es la encargada de recibir a los clientes. Y la contable. Isabel ha formado parte del proyecto Interno desde sus inicios, en octubre de 2016. «Vaciamos y limpiamos el depósito de basuras, echamos a las ratas, enfoscamos las paredes». Luego vinieron los artistas y decoraron los interiores. A continuaci­ón, cocineros de renombre, incluidos chefs famosos llegados desde Perú, impartiero­n cursos de cocina a las reclusas: italiana, peruana, vegetarian­a...

EL' NIÑO' DE LA ACTRIZ

La cuestión clave es: ¿puede funcionar? ¿Puede Colombia, un país desgarrado por la guerra y la violencia, ser un ejemplo? La idea de Interno es de la actriz Johana Bahamón. Hoy, viernes por la noche, llega procedente de Bogotá, la capital del país. Destellos de flashes, cámaras de televisión. Rodeada por otros actores colombiano­s, abre los brazos y dice: «Es mi niño. Es lo mejor que he hecho en mi vida».

La idea se le ocurrió hace unos años, cuando la invitaron a la cárcel Buen Pastor, en Bogotá, como jurado de un concurso de talentos. «Vi las condicione­s tan miserables que había, la falta de esperanzas… La cárcel convertía a los reclusos en peores personas. Y los devolvía a la sociedad más radicaliza­dos».

LA RECETA DE LA REHABILITA­CIÓN

Abandonó su carrera de actriz hace seis años y empezó a trabajar en su idea. Todo el mundo se movilizó: patrocinad­ores, cocineros afamados, la clase alta de este país. Incluso consiguió convencer al ministro de Justicia y a la Cámara de Comercio de las bondades de su «proyecto de paz en el país de la guerra». «En estos momentos asistimos ya a 33.000 reclusos en todo el país. Les ofrecemos terapias, formación... Este restaurant­e genera dinero para todo eso. Hay un gran interés por la idea en todo el mundo, también en Europa». La que tiene que lidiar con casi todo esto es la directora del restaurant­e, Luz Adriana Díaz, de 43 años. Es el alma buena del lugar. Da consejo, consuela, levanta el ánimo. Es como una amiga. «No, aquí soy la jefa –dice–. Soy la policía». Díaz antes trabajaba como directora de programas de televisión, pero decidió tomar otro rumbo. «Esto también es una segunda oportunida­d para mí. Cambiar de vida. Y hacer del mundo un sitio mejor. Para mí, todas ellas son mujeres, no las veo como reclusas y mucho menos como delincuent­es. Son personas con derechos». La directora va corriendo de un lado a otro de la sala, como haría la responsabl­e de cualquier restaurant­e. Quiere que todo se haga bien y a tiempo. Incidentes no ha habido nunca, ni discusione­s ni insultos. «Ningún cliente se marcha de aquí diciendo: 'Son la escoria de la sociedad'. Al revés, muchas veces ofrecen empleos para cuando las mujeres salgan en libertad». Si hubiera una receta de éxito para la rehabilita­ción, cree Díaz, esa incluiría la dedicación y la disciplina. «Soy muy exigente. La soledad puede con muchas mujeres de la cárcel, se ven superadas por la depresión, por el estrés. Lo primero que necesitan es algo que les aporte una estructura. Hay que ir paso a paso». ¿Y cuando quedan en libertad? Su rostro adopta una expresión preocupada. «Esa es la cuestión fundamenta­l. Las preparamos bien para cuando llegue el momento. Les damos formación, certificad­os, les buscamos empleos, las seguimos apoyando fuera. Pero el paso más grande de todos solo lo pueden dar ellas».

GRANDES COCINEROS DE COLOMBIA Y DE PERÚ HAN PARTICIPAD­O EN EL EXPERIMENT­O ENSEÑANDO A LAS RECLUSAS

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