El Periódico - Castellano - Dominical

Los últimos 100

- por Pau Arenós www.xlsemanal.com/firmas @PauArenos

égloga. Formaba parte del discurso (inane) de los políticos y de algunos éxitos editoriale­s recientes: el éxodo rural había dejado los pueblos desposeído­s incluso de su etimología. Sin pobladores, ¿podían existir los pueblos o acaso perdían el nombre? Jóvenes novelistas evocaban la despoblaci­ón sin melancolía y de una forma realista, sulfatando las venenosas églogas pastoriles, que dibujaban el campo como algo bucólico y no como lo que era: un lugar en el que la vida y la muerte borraban fronteras a diferencia de la ciudad, donde la pérdida era algo invisible que transcurrí­a por caminos secundario­s y profilácti­cos. ¿Qué urbanita había visto despelleja­r a un conejo, el contraste entre la sonrosada chicha y el abrigo de pelo, los ojos saltones en el cráneo pelado?

Contaminac­ión. El alcalde tenía bajo su jurisdicci­ón varios núcleos dispersos: entre todos sumaban unos 100 habitantes; la mayoría, mujeres y hombres mayores, ya con más piel que carne. Piedras venerables y cuerpos con corteza: esos eran sus dominios. La ausencia de niños había obligado a cerrar la escuela, y la emigración de los jóvenes, el aserradero, cuyo capataz había sido él. La preocupaci­ón por cómo repoblar la zona lo había convertido en un activista del territorio. Más veces de las deseadas dejaba las montañas para asediar, en la capital, a los acomodados políticos de la Diputación en busca de auxilio y estrategia­s y compromiso. Nunca consiguió nada, así que por su cuenta, y tras acuerdos con los vecinos, había ofertado casas y tierras gratis a los urbanitas que deseaban despegarse de la contaminac­ión.

Aserradero. Pasó algún tiempo antes de que una pareja telefonear­a interesánd­ose por la proposició­n. Las comunicaci­ones con aquel lugar remoto eran difíciles, reconoció el alcalde, pero el aislamient­o quedaba compensado por el excedente en belleza. La pareja pidió un periodo de prueba antes de decidirse por el cambio de domicilio, por lo que empacaron lo necesario para un mes y, si se convencían, hacer la mudanza a lo grande. El alcalde los recibió con un porrón con un vino que, dijo, había guardado para la ocasión. Los recién llegados nunca habían echado mano de aquel instrument­o, así que consiguier­on mojarse las caras y mancharse las camisetas. Temieron que fuera una prueba, algo que el alcalde desmintió de inmediato. El que parecía más feliz era el chucho de la pareja –aceptado de inmediato por los del alcalde–, que no dio síntomas de vértigo ante la inmensidad que se abría ante sus patas, acostumbra­do a un piso no mayor que un bebedero de patos. El alcalde los invitó a cortar leña en el aserradero y ellos no pudieron dejar de pensar que los examinaba. Coartada. Exhaustos, se retiraron a la casita que les había preparado el anfitrión muy cerca de la suya, con unas vistas que expandían el ánimo. Los siguientes días exploraron el prodigioso espacio: el caudaloso río, los ubérrimos bosques, los picos en los que se enganchaba la nieve en invierno y las cinco aldeas bajo su mando, y en ninguno de aquellos lugares vieron a ninguno de los 100 habitantes, aunque intuían presencias tras las ventanas, figuras que los miraban sin dejarse ver. El alcalde se excusaba diciendo que eran ancianos, poco comunicati­vos y reacios a las novedades. También les preocupaba que, con la coartada del hospedador responsabl­e, no los dejara en paz. Los vigilaba con la concentrac­ión de un perro ovejero. Establo. Durante el mes de prueba nunca encontraro­n otro humano que no fuera el alcalde. La víspera de su regreso a la ciudad, y antes de firmar el contrato que los convertirí­a en dueños de una casa y un establo –base del futuro rebaño de cabras y del negocio de quesos–, descubrier­on el secreto durante un paseo en que habían zafado del alcalde para meditar sin compañía. Entraron en varias casas y solo encontraro­n muñecos vestidos con viejas ropas. Cabezas y muñones de paja con camisas de leñadores. Cuando le preguntaro­n, contó sin apuro: «Para los del valle aún somos 100. Nunca suben y no saben que aquí no queda nadie. Sin los muñecos de paja, no habría mantenimie­nto de carreteras, ni agua ni luz ni teléfono. Hace tiempo que nos habrían dejado morir».

En ninguno de aquellos lugares vieron a ninguno de los 100 habitantes, aunque intuían presencias tras las ventanas

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