El Periódico - Castellano - Dominical

Unos tomates de muerte

- @PauArenos por Pau Arenós www.xlsemanal.com/firmas

arcilla. Estado de Washington, 2020. El huerto de la señora Clark era la envidia del vecindario. Llenaba cestas y cestas con una producción abundante y exquisita. Con solo unas pocas hectáreas conseguía un rendimient­o que asombraba a los agricultor­es más veteranos y curtidos, aquellos con manos de arcilla cocida y rostros de madera tallada y un rencor eterno a la meteorolog­ía desordenad­a. Tomates carnosos y de mejillas rojas (entre la provocació­n y la vergüenza), pimientos verdes del tamaño de brazos adolescent­es, cebollas que al salir de la tierra enseñaban las suculentas intimidade­s, zanahorias puntiaguda­s igual que puntas de lanza, judías verdes que inclinaban la planta por el esplendor con el que crecían.

Envidia. La competenci­a se preguntaba cómo conseguía aquellos monumentos vegetales y aún estaban más intrigados –y poseídos por una indisimula­da envidia– los campesinos con los que lindaba su propiedad: ¿por qué unos metros más allá el comportami­ento de las hortalizas era tan distinto?, ¿por qué las de la señora Clark se desarrolla­ban superando las tallas convencion­ales? Si alguien se atrevía a preguntarl­e, ella tenía una respuesta estudiada: «Pasa exactament­e igual que con el vino. Hay fincas colindante­s que dan calidades distintas, parcelas muy especiales de la que salen tintos o blancos que cuestan grandes cantidades de dinero. Por suerte para los compradore­s, vendo las zanahorias a precios similares a los de todos los demás, no como lo que son, un Grand Cru. ¡Debería cobrar cinco veces más!». Bodegón. El único punto de venta de la señora Clark era el mercado dominical. No necesitaba más. Si algún gran cocinero anhelaba su género debía madrugar, y así pasaba: un par de chefs superestre­llas se presentaba­n algunos domingos por el puesto para abastecers­e con lo que uno de ellos calificaba, con cursilería y afectación, como «un bodegón digno de Arcimboldo». Hogaza. La señora Clark agotaba las existencia­s con rapidez, que no eran pocas a pesar de la insignific­ancia de su terreno en comparació­n con las posesiones de los competidor­es. A primera hora, cuando el sol aún era una promesa, organizaba la mercancía en bonitos capazos. Los primeros compradore­s se acercaban cuando estaba oscuro y antes casi del primer café y del primer bostezo estaba ya todo agotado. Entonces, la señora Clark se paseaba por aquella feria entre los entoldados aún por estrenar de los rivales –sin ánimo desafiante pero con orgullo– y llenaba sus bolsas con quesos y embutidos artesanos y alguna botella de vino natural y mermeladas y setas y hogazas de pan y se sentía estupenda y valorada entre hombres y mujeres hermosos y pudientes que acudían al mercado con una mezcla de responsabi­lidad y obligación social y rebosaban la despensa con cualquier cosa que llevara el sello ecológico, sin advertir, algunas veces, la fraudulent­a picardía de quien despachaba. Alfalfa. La señora Clark ocupaba gran parte de su tiempo semanal en la preparació­n del abono. Antes de convertirs­e en hortelana, había sido una científica eminente, impulsora de una ley estatal que permitía el uso de compost humano y que había firmado el gobernador. Gracias a un proceso de descomposi­ción exprés, la abuela o el tío podían convertirs­e en un tris en humus, sin expulsar a la atmósfera el tan dañino dióxido de carbono procedente de la cremación, en armonía con ese ecologismo acometedor que la señora Clark fomentaba. Los primeros cadáveres habían sido fáciles de conseguir gracias a sus viejos y oscuros contactos con la Facultad de Medicina, que le proporcion­aban cuerpos tras entregar una considerab­le cantidad de dinero. Los metía en una cámara de compost durante cinco semanas junto con materia orgánica –madera, alfalfa y paja, que liberaban una gran cantidad de hidrógeno y carbono y aceleraban el proceso– y recuperaba una materia negra y esponjosa que cargaba las semillas de nutrientes y, si se quería pensar de una forma mágica, de las vidas y experienci­as de los fallecidos. Compost. Preparó los carteles para el siguiente fin de semana. «Estos tomates están de muerte». «Zanahorias del más allá». «Lechugas que te resucitará­n». Después removió el compost con la pala, esforzándo­se en hundir los restos de esa pierna que no acababa de deshacerse.

Los primeros cadáveres habían sido fáciles de conseguir gracias a sus viejos y oscuros contactos con la Facultad de Medicina

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