El Periódico - Castellano - Dominical
Amnistía a los deudores
En mis 72 años de vida, he visto y he vivido muchas cosas; entre ellas, una fuerte crisis económica. Hace ya diez años se llevó mis ahorros, mi casa, mis dos coches y casi mi salud. Ahora, ya jubilada, vivo de mi pequeña pensión que conseguí salvar a duras penas. Veo con estupor cómo algo invisible vuelve a provocar la ruina de mucha gente. Me duele la gran cantidad de muertos y enfermos. Parece que este Gobierno se preocupa de que todo el mundo obtenga, de una forma u otra, un mínimo dinero para poder comer. Pero se han perdido muchos puestos de trabajo. Debería plantearse cómo crear más trabajo para todos. Estamos atravesando una difícil situación, en la que otros muchos empresarios perderán cuanto tenían. Y mañana se sentirán como me siento yo; despojada hasta del derecho a tener una cuenta bancaria, a comprar nada a crédito, ni tan siquiera a poder contratar un seguro de coche. Me quedé con deuda a la Administración y no sé si vencerá nunca. Por ello quería pedir una amnistía económica para los que perdimos todo, tratando de salvar la empresa y los puestos de trabajo de nuestros empleados. Sería volver a sentirme 'persona'; recuperar algo de mi dignidad social. Realmente lo necesito. ANTONIA PONS SALOM. MAHÓN (BALEARES) perfectamente mientras pasaban por las vacías gradas del campo. Aunque siempre habían estado ahí, no hemos podido (o no hemos querido) oírlos hasta que la nueva pandemia, a un alto coste, nos ha hecho afinar algo los sentidos, embotados por décadas de una 'normalidad' de la que habíamos desterrado en todo lo posible a la naturaleza. Acaso deberíamos haberles prestado la misma atención que los mineros a los canarios o a los ratones que llevaban a las galerías con el objeto de indicarles la presencia de gases letales e invisibles: como los coronavirus. Pero hemos preferido ignorarlos en nuestra carrera hacia la autodestrucción, hipotecando el mañana para poder disfrutar de un ahora –por ejemplo– con limpias playas barridas cada día por maquinaria pesada que convierte lo que debería ser un rico ecosistema en un arenal yermo para disfrute de un único primate… que habrá de pedir cita previa para acceder al que debería ser el más universal de los bienes y derechos: el medio ambiente. Ojalá estos pequeños detalles nos ayuden a comprender lo anormal que ha sido pretender un crecimiento exponencial, matemática y ecológicamente insostenible, en ámbitos como el económico a costa de todos los demás.
DAMIÁN PORTO RICO. A ESTRADA, PONTEVEDRA
secreto. La cautelosa cita para comer ortolans prometía jugos. Era lunes, de modo que el restaurante se encontraba cerrado, aunque algunos miembros de la brigada se dedicaban a trabajos preparatorios para la jornada siguiente. El haber sido convocados en el reservado de un establecimiento sin clientes acentuaba lo extraordinario de la situación. Un encierro dentro de un encierro para devorar a un cautivo. Y dentro del reservado, la servilleta en la cabeza, como una habitación dentro de una habitación. Aquello era una acumulación de secretos.
Exterminio. Una mesa redonda y cuatro adultos a suficiente distancia los unos de los otros para mantener la discreción y facilitar el exterminio de una forma discreta. El silencio de la sala y el nerviosismo de la mesa alejaban la experiencia del lugar común. Incapaz de recordar qué bebimos, sí sé con qué empezamos a llenarnos el buche: un puré de patatas cubierto con trufa negra, una combinación infalible con dos productos arrancados del subsuelo, aunque con diferente estatus. ¿Y acaso no estábamos asistiendo a una escenificación de lo oculto? Era enero y el hongo estaba en su esplendor y su luto anticipaba el entierro del hortelano. El plato era coherente con la exclusividad del entorno y el clasicismo que defendía el propietario. Aquel era un restaurante frecuentado por el poder y sus paredes susurraban negocios y
Profanación. Me tapé la cabeza y procedí según lo indicado. Estaba incómodo con la situación, más interesado por el conocimiento de aquel arte oscuro que por el placer gastronómico. Me metí el bicho entero en la boca con miedo a ahogarme o a hacer el ridículo. O a ambas cosas. O más temor a lo segundo. El hortolano ardía como venganza póstuma y había que ir soplando y chupando el sebo que lo había llevado a la condenación. Huesecillos en la trituradora de la boca.
Correspondencia. Nunca más he vuelto a probarlo y puede que lo hiciera una última vez para concentrarme en la cata y saber si el crimen está justificado por el gusto. En justa correspondencia, deberíamos ser picoteados por una familia de hortelanos, que disfrutarían con las grasas que hemos acumulado durante años de gourmets cebones.