El Periódico - Castellano - Dominical

PAC ARANG "CRE EN L S MILAGR S P R UE L S HE VIST "

- POR VIRGINIA DRAKE / FOTO: ANTÓN GOIRI

«Quiero mancharme las manos de verdad», le dijo a un amigo, tras realizar labores de voluntaria­do en el Hospital del Niño Jesús. Se había acercado a una durísima realidad de la que ya nunca volvió a separarse y decidió dedicar el resto de su vida a la atención de niños enfermos de cáncer y a sus familias. Así creó la Fundación Aladina, que hoy cumple 15 años de vida, atiende a más de 4000 niños cada año, presta ayuda en 16 hospitales de España y colabora con una decena de fundacione­s dentro y fuera de nuestro país. Paco Arango (Ciudad de México, 1966), productor, director y guionista de cine, nos recibe en su casa de Madrid para hablar de cómo el coronaviru­s se lo ha puesto más difícil, si cabe, a estos pequeños.

¿Qué tal está? A la pérdida de su padre, en febrero, le siguió el confinamie­nto por la COVID-19... Paco Arango. Ya estoy más tranquilo. La primera parte de este horror la pasé en el campo con la familia, y cuando vine a Madrid y vi lo que había, aunque lo imaginaba, fue un poco shock.

XLSemanal.

Ha centrado su vida en «lo que de verdad importa». Filántropo y director de cine, este mexicano de nacimiento es el alma y corazón de la Fundación Aladina, entregada a los niños con cáncer. Tras sufrir la pérdida reciente de su padre, Arango habla con 'XLSemanal' de sus niños, su vida y de las lecciones que nos deja la pandemia.

"Una madre que me vio entrar muy jovial en el cuarto de su hijo me escribió: 'He visto en tus ojos una tristeza profunda'. ¡Y la hay! He perdido a demasiados niños queridos. A veces lloro desconsola­damente y pego un grito al cielo diciendo: '¡Ya! Dame un poco de tregua'».

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Dice que la muerte de su padre fue inesperada, ¿no les había dicho que estaba enfermo?

P.A. No, no, no; también fue inesperada para él. Tenía cáncer y no lo sabía. Tres días antes fuimos al hospital simplement­e porque no se encontraba bien, porque no podía ir al baño. Todo se desarrolló lamentable­mente en tres días. Él entró en el hospital por algo que parecía que no le iba a causar la muerte.

¿Usted lo acompañó aquel día? P.A. Sí, y como no imaginábam­os nada, mi última conversaci­ón con él fue de risas. Tuve un adiós con mi padre muy bonito.

Mucha gente firmaría una muerte así a los 88 años.

P.A. Nosotros, en cambio, estamos mal acostumbra­dos porque en mi familia son muy longevos. Mi abuelo murió con cien años, su hermano tenía 94… Desde luego, esto no nos lo esperábamo­s nadie.

Al menos pudieron despedirlo todos juntos.

P.A. Así fue. Lo que está ocurriendo ahora es tremendo. Gente muy allegada a mí ha perdido a personas queridas más jóvenes que mi padre y no se han podido despedir. Eso sí que es doloroso, eso es el terror. No hay palabras.

Estoy hablando con un hombre que en estos últimos 15 años ha visto morir a más de 400 niños enfermos de cáncer a los que conocía y quería. P.A. Sí, y esto no debería ocurrir. Los adultos, más o menos, ya hemos vivido; pero los niños… Un niño, primero, no debería enfermar gravemente; pero que nos deje es incomprens­ible.

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Durante este aislamient­o, ¿ha muerto alguno de ‘sus’ niños? P.A. Sí. Y, lamentable­mente, no hemos podido estar con él porque nos impidieron la entrada a los hospitales ya que podíamos ser transmisor­es del virus. El cáncer no conoce vacaciones ni virus ni épocas del año, sigue su curso; pero, gracias a Dios, se gana el 80 por ciento de las batallas.

¿Se ha relegado la atención y la solidarida­d hacia los niños oncológico­s estos meses?

P.A. Yo de esta pandemia he visto salir muchos actos de bondad. Los niños con cáncer ya están habituados a estar recluidos y no poder salir de su cuarto, a ver entrar a gente con máscaras… Son expertos en esto.

Una vez le oí decir que un niño de ocho años con cáncer es como si tuviera 15.

P.A. Así es. ¡Es increíble! Se saben los nombres de las medicinas como si fuesen médicos y les oyes decir: «Mire doctor, la tetracicli­na me la dio ayer y hoy no me toca» [se ríe]. Los niños se comen la vida para bien cada lunes, cada martes y cada día. Y con esa actitud tienen una madurez muy inusual.

¿Recuerda algún caso en particular?

P.A. Mira, te voy a contar una anécdota. Hay un chico que se llama Carlos, que es un gran músico, y cuando estaba en su estado máximo hablaba de medicinas y de otras cosas como un experto, porque él es un superdotad­o. Pues bien, cuando se curó, me lo topé al año y medio y pensé que se había vuelto tonto [se ríe], porque, en el fondo, lo que había

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pasado es que había vuelto a ser un niño.

Cuando el miedo nos recluyó se decía que esta pandemia sacaba lo mejor de nosotros, ¿lo cree?

P.A. Es difícil valorar cómo nos ha afectado a cada uno. Esto ha producido una merma importante sobre el ser humano y habrá de todo. Pero yo sí que he visto, en primera persona, verdaderos actos de heroísmo y de generosida­d y creo que de esta vamos a salir mucho mejor: vamos a valorar todo mucho más y vamos a respetar mucho más las cosas.

¿Siempre es tan optimista? P.A. Soy superoptim­ista, porque lo peor que te puede pasar es caer en la decepción.

¿Nada ni nadie lo decepciona? P.A. Lamentable­mente, cuando ves que hay gente que no hace lo adecuado te vienes abajo, pero yo intento que eso no ocurra porque no me lo puedo permitir. Tengo una frase que siempre digo en el hospital: «Ocho segundos para llorar». No quiere decir que no puedas llorar más, pero, cuando estás lidiando con niños con cáncer, es lo máximo que te puedes permitir; hay que seguir en la lucha. Mira, una madre que me vio entrar muy jovial en el cuarto de su hijo luego me escribió: «Hoy he visto detrás de tus ojos una tristeza profunda». ¡Y la hay! Yo he perdido a demasiados niños queridos y, por supuesto, eso me pasa factura. Gracias a Dios tengo mucha fe, rezo mucho y eso me recompone, porque solo humanament­e sería imposible.

¿Por qué reza especialme­nte? P.A. Todos los meses, todas las semanas y todos los días estamos rezando, pidiendo e intentando que los niños y los adolescent­es que

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