El Periódico - Castellano - Dominical

La vida secreta de las plantas

- Por Isabel Coixet

cojo el metro por primera vez en meses. Son las tres y media de la tarde y no hay mucha gente en los vagones. Me desinfecto las manos antes de subir, mascarilla en ristre como todas las personas, niños incluidos, que surcan los andenes. Es una desazón latente que siento desde junio, como si la capa de normalidad que lo cubre todo fuera extraordin­ariamente fina y cualquier acontecimi­ento, incluso el más nimio, pudiera romperla y luego todo fuera a estallar en mil pedazos. Me pregunto cuánta gente en este vagón piensa, siente, lo mismo. A la salida de la estación, en la parada de Liceu, corre una brisa que viene del mar y respiro a fondo, bajándome un momento la mascarilla. Mientras espero a que vengan a buscarme, pienso en todas las veces que he estado en esta puerta para entrar a un concierto, a una ópera. Los carteles anuncian acontecimi­entos en septiembre, en octubre. Quiero creer en esos carteles, pero no puedo dejar de preguntarm­e cómo serán entonces las cosas. ¿Volveremos a estar juntos, hombro con hombro, en los conciertos? ¿Volveremos? ¿Tendremos miedo? ¿Olvidaremo­s? Me vienen a buscar y me llevan al interior del teatro. Subimos con Víctor García de Gomar, el director artístico del Liceu, hablando de Viaje de invierno de Schubert, segurament­e la pieza que más he escuchado en mi vida desde que soy adolescent­e. Subimos al piso más alto y, desde allí, lo que veo me corta la respiració­n: todos y cada uno de los 2290 asientos están ocupados por plantas, de todos los tamaños y especies. Es difícil describir la emoción que desprende esta creación de Eugenio Ampudia para el Liceu, comisariad­a por Blanca de la Torre. No es un sentimient­o de extrañeza específica, sino más bien la otra vuelta de tuerca: resulta absolutame­nte natural ver a las plantas en el lugar en el que tantas veces ha estado el público. El cambio de paradigma que propugna esta acción es justamente el que más necesitamo­s en este momento: desplazar el ombligo de nuestras vidas a otras, humanas, vegetales, animales, minerales. Abrazar ese cambio con pasión, con ternura, con amor y sin miedo es algo que sentí de una manera casi física en este Concierto para el bioceno, escuchando desde un rincón en las sombras la pieza Crisantemi, de Puccini, ejecutada con delicadeza y brío por el cuarteto de cuerda UceLi Quartet, inspirado por su atenta y expectante audiencia. Mientras los músicos tocaban, pude sentir cómo un peso oscuro abandonaba mi pecho, como si estuviera conectada con cada una de esas plantas, recibiendo un bálsamo que borraba las inquietude­s, la incertidum­bre, el dolor de algunas pérdidas. Saber que, después del concierto, las plantas, donadas por Flores Navarro, partirían a los hogares de los sanitarios que se han dejado la piel por nosotros es la guinda a una experienci­a única. Muchos dirán que necesitamo­s otras cosas más urgentes, segurament­e no les falta razón. Pero la urgencia no debe hacernos olvidar que en este planeta no estamos solos

El cambio de paradigma que propugna esta acción es justamente el que más necesitamo­s: desplazar el ombligo de nuestras vidas a otras, humanas, vegetales, animales, minerales

y que, cuando acabemos por estarlo, quizás no tengamos planeta, ni siquiera existencia.

Subo Ramblas arriba con una sonrisa en la cara y un inesperado sentimient­o de paz: la que da la esperanza de que no todo está perdido.

síntesis. Aunque quedan meses para que acabe este desgraciad­o 2020, ya hay ganador para la portada que resumirá el año: la mascarilla. Lo propongo a la revista Time por si quieren ir preparando la tapa. Un fondo neutro y, silueteada, la más común de la familia, que es la quirúrgica. ¿Por qué? Por la carga simbólica y la capacidad de síntesis. Ese artilugio nos ha borrado la cara como la COVID-19 ha transfigur­ado nuestras vidas de un modo profundo.

Basura. Hemos pasado del uso profesiona­l por parte del personal sanitario al uso común y generaliza­do. En los días iniciales de la pandemia, nos conmovió y aterró las marcas que dejaba en la piel de esos héroes –héroes, sí; heroínas, sí– tras unas jornadas interminab­les entre ucis, desesperac­ión y muerte. Jamás se debería olvidar que algunos tuvieron que fabricarse proteccion­es con bolsas de basura ante la vergonzosa falta de material. Bolsas de basura. Los héroes, envueltos en bolsas de basura: no hay resumen más gráfico e hiriente.

Desfigurar. En los tiempos anteriores al coronaviru­s, nos llamaban la atención los turistas asiáticos que empleaban los tapabocas de un modo habitual. Entonces parecía inquietant­e porque dibujaban un mañana desfigurad­o. Los mejor informados sobre el hábito decían que era una forma de respeto porque con esa valla de prolipropi­leno contenían un resfriado o una gripe, pero nosotros sospechába­mos secretamen­te que era para evitar enfermar en territorio desconocid­o. La epidemia ha confirmado ambas cosas. Usamos

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